
La tarde era pesada y húmeda, una de esas en las que el aire se siente espeso y pegajoso. Rubén Tenorio abría la boca, tratando de atrapar un poco de aire fresco, aunque fuera solo una ilusión para constatar que seguía vivo. Había acordado encontrarse con el hermano Bernardo, un joven monje Carmelita asignado por el Padre Fergunson, en un pequeño café casi desierto, en una hora donde el bochorno parecía abrazarlo todo. Las calles estaban solitarias, y las pocas personas que se atrevían a salir se movían con lentitud, como si estuvieran atrapadas en una pesadilla.
Allí, en una mesa al fondo, estaba el joven monje, puntual y empapado en sudor, pero con una expresión alegre que le dio mala espina a Rubén, quien llegaba de muy mal humor. El monje lo invitó a sentarse con una sonrisa tan amplia que parecía fuera de lugar en aquel calor sofocante. Rubén pidió un café frío con crema de chocolate blanco y macadamias, y antes de que el mesero se retirara, disparó su pregunta directa:
—Entonces, ¿usted conoce a Sister Penélope?
El monje, sin dejar de sonreír, respondió:
—Bernardo, hermano Bernardo. Y usted debe ser Rubén Tenorio, ¿cierto?
Rubén frunció el ceño, sintiéndose un poco avergonzado.
—Sí, disculpe… Es que con este calor y la humedad, el cerebro y las buenas costumbres dejan de funcionar.
El monje rió suavemente, como si la disculpa fuera innecesaria.
—Me contaron que usted era un exiliado. Una suerte de hombre invisible —comentó el hermano Bernardo, con una tranquilidad que desconcertó a Rubén—. Que estuvo trabajando en las conexiones de los carteles de Suramérica y México.
Rubén, sorprendido, titubeó en su respuesta.
—Pues sí, pero eso está congelado. Ahora me interesa saber sobre la hermana… ¿Está perdida?
El monje asintió, aún con esa calma inusual.
—Sí, detective. Ella solía frecuentar monasterios en Baja California para hacer retiros espirituales. Fue allí, cerca de Cabos, hace quince días con un grupo de venezolanos, exiliados también. Desde entonces, desaparecieron.
—¿Cómo así? ¿Se los tragó la tierra? —preguntó Rubén, sintiendo que la conversación tomaba un giro inesperado.
El monje miró a Ruben con una seriedad nueva.
—Me dicen que las personas que estaban en ese retiro eran de interés para el Cártel de los Soles.
Ruben, sintiéndose cada vez más desconcertado, no pudo evitar pensar que aquel monje se parecía más a un agente de la DEA que a un hombre de fe.
—¿Y qué saca usted en limpio de todo esto? —inquirió Ruben, con un tono más defensivo.
—No soy versado en intrigas políticas ni policiales, pero sospechamos que están secuestrados en algún lugar del Triángulo de Oro.
—Ajá… —Ruben intentó disimular su creciente desconfianza—. ¿Y qué esperan que haga yo?
—Primero que nada, usted conoce a estas personas.
Rubén interrumpió de inmediato, su tono más agudo.
—No son “mi gente”.
—Bueno, la gente que usted ha investigado. ¿Por qué no estudia un poco el caso y nos acompaña a Baja California a hacer algunas pesquisas?
—Ni de broma voy a Baja California —respondió Rubén, sobresaltado.
—No tiene de qué preocuparse. Estaremos protegidos por funcionarios de…
—Me vale… —Rubén se detuvo, recordando que, aunque el monje parecía un agente de la DEA, cabía la posibilidad de que también fuera un hombre de Dios—. Si los chicos del Tren de Aragua están metidos en esto, no están solos. Los cárteles de la zona les dan logística y mucho más…
—Usted subestima a los agentes americanos…
—Yo desconfío, no subestimo. He visto muchas cosas pasar por las cloacas. Nadie es insobornable en este asunto. Me suena a una trampa.
—¿Trampa? Elabore, por favor.
—A una trampa para hacerme cruzar la frontera y acabar bajo una tuna, señor… padre… hermano…
El monje sonrió, pero su tono fue más serio cuando respondió:
—Tendrá garantías, y además, tendremos a toda la red de El Carmelo rezando por nosotros. No tiene nada de qué preocuparse. La ley y Dios están con nosotros.
Rubén lo miró con escepticismo.
—Mire, Dios no se mete en guerras entre pandilleros.
—La ley estará con nosotros —insistió el monje.
—Umju… —fue todo lo que Rubén respondió, manteniendo su cinismo. Algo en aquella conversación olía mal.
Cuando estaba a punto de levantarse y marcharse sin despedirse, el monje le dijo:
—Quiera o no, usted no puede escapar a su destino. Confíe en la providencia de Dios. Además, querido amigo, hay una jugosa recompensa profesional… y crematística.
—¿Crema qué? —respondió Rubén, sin entender.
—Antes de que se vaya… —el monje se inclinó un poco hacia él—, tienen a Yolanda.
Rubén sintió como si una aguja de acero le atravesara la columna vertebral. La adrenalina lo recorrió de golpe, dejándolo mareado y con un sabor metálico en la boca.
—¿Dónde? —preguntó, más por instinto que por convicción.
—Es una de las desaparecidas. ¿No desea usted devolverle el favor?
Rubén se volvió a la mesa, ahora pidiendo un café expreso doble. Sabía que estaba metido en algo grande, y aunque todas las alarmas en su cabeza se disparaban, también sabía que no podía ignorar lo que acababa de escuchar.

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