Israel Centeno
Había un pequeño quicio en la puerta de mi casa. No era una cueva, pero en esa pequeña abertura yo veía un universo propio. Desde allí, pasaba horas concentrado, matando hormigas. Sentado en mi trono de cemento, observaba el pasaje que se extendía desde la casa de la señora Agustina hasta la avenida Ruiz Pineda. Todo lo que ocurría más allá de ese límite parecía inmenso, inalcanzable, pero dentro de mi pequeño mundo, yo ejercía un poder absoluto.
No siempre mataba a las hormigas de inmediato. A veces me quedaba observándolas con paciencia, viendo cómo construían sus rutas como si fueran caravanas atravesando un desierto. Me fascinaba su capacidad para resolver los obstáculos que yo les ponía. Colocaba una piedra diminuta en su camino, y en lugar de detenerse, simplemente bifurcaban su marcha, creando nuevos desvíos. Esa terquedad, esa tenacidad, a veces me impresionaba. Pero también despertaba en mí algo más oscuro. Pronto, esas mismas cualidades que me parecían admirables, eran premiadas con la ira del Dios terrible en el que me había convertido.
Porque en ese mundo diminuto, yo era un Dios. Un Dios que no había creado a las hormigas, ni era la causa de su existencia. Simplemente estaba ahí, un ser inmenso, probablemente fuera de sus propias dimensiones, que ejercía su voluntad sin razón aparente. Con un solo dedo, las aplastaba. No sentía remordimientos, no me movía la crueldad consciente, sino una especie de impulso primitivo, como si esa fuera la naturaleza misma de mi poder. Era el único ser en ese universo que podía decidir sobre la vida o la muerte de las pequeñas criaturas que trabajaban sin descanso.
A veces, para variar, cerraba la entrada de la cueva con una goma de mascar. Las hormigas, desesperadas por regresar a su refugio, se amontonaban frente al obstáculo. Las veía moverse frenéticamente, incapaces de comprender la magnitud de lo que les impedía avanzar. Y siempre, siempre, terminaban encontrando una manera de superar la barrera. Esa obstinación de alguna manera las salvaba, aunque sólo fuera para condenarlas después, cuando, ya harto de su persistencia, las aplastaba una a una.
Recuerdo que, en aquellos momentos, no me cuestionaba el problema de Dios de la forma en que lo hago ahora. Mi familia no era ortodoxa, ni practicante. Yo, el único niño en la escuela que no asistía a las clases de religión, apenas tenía un concepto rudimentario de lo divino. Sabía, de alguna manera, que había fuerzas más allá de lo humano, pero no comprendía del todo su significado. Para mí, lo sobrenatural no era más que una construcción lejana, algo fabricado. Mientras tanto, en mi pequeño mundo, yo ya jugaba a ser un dios, uno inmisericorde, impasible.
Mi abuela, muchas veces fabricante de lo sobrenatural, era un alma compasiva y sensible, pero también profundamente incrédula. Tenía esa capacidad extraña de conjurar historias y mitos, de darle forma a lo que no se podía ver, pero sin creer realmente en lo que creaba. Parecía vivir en un espacio intermedio, entre la sensibilidad y la duda. Tal vez fue de ella de quien heredé esa imposibilidad de entregarme completamente a ninguna certeza. Aun siendo capaz de generar un mundo lleno de lo inexplicable, siempre quedaba en ella, y luego en mí, una distancia crítica hacia todo lo que no pudiera tocarse o comprobarse.
Mi abuelo, en cambio, había sido católico. En sus primeros años en Caracas, traía consigo la fe de la profunda Guayana. Las medallas y escapularios colgaban de su cuello como testigos de su devoción. Mis primeros tíos fueron bautizados, hicieron su primera comunión, pero en algún punto, algo se quebró. Nunca supe exactamente qué fue lo que ocurrió, pero esa ruptura con la religión se convirtió en una de esas grietas familiares que nunca terminaron de cerrarse. Dejaron atrás la fe, como si fuera un bolso de piedras. Mientras tanto, yo fui creciendo entre esa duda, entre la compasión incrédula de mi abuela y la fe abandonada de mi abuelo y su credulidad casi infantil en un reino de hermanos invisibles, creadores de un universo justo.
Quizás fue de mi abuela de donde vino esa incapacidad que siento hoy para entregarme a cualquier cosa por completo. Ni siquiera a los diagnósticos médicos puedo entregarme sin cuestionar.
Así, sentado en el quicio, gobernando un pequeño mundo de hormigas y piedras. Mi verdadera ansiedad llegaba al mediodía, cuando esperaba el silbido de mi padre. Era un sonido agudo, que atravesaba el pasaje como un rayo. Lo esperaba con ansias porque era la única forma en que lo veía desde que se había separado de mi madre. Ese silbido era como una señal sagrada que interrumpía mi reino de destrucción. En cuanto lo escuchaba, abandonaba todo lo que estuviera haciendo y salía corriendo a su encuentro. Aquel instante era lo único que me arrancaba de mi cueva imaginaria.
Después de verlo, solía caminar por el pasaje con un pie sobre el quicio y otro en la acera, como si intentara mantener el equilibrio entre dos mundos. De alguna manera, esa rutina de ida y vuelta, desde el fondo del pasaje hasta la avenida, reflejaba mi propia manera de entender el mundo, siempre a medio camino entre lo que me rodeaba y lo que yo podía controlar.
La vida en el barrio seguía su curso. Mi madre y mi tía Z, con sus compromisos, libros rojos entrando y saliendo, siempre
con esos himnos partisanos de la guerra civil española y los versos de Miguel Hernández. A veces, los ecos de tiroteos llegaban desde la Charneca, y en casa se hablaba de Betancourt, aunque para mí todo aquello era una neblina de ideas vagas. Quise ser scout una vez, pero me lo prohibieron, diciendo que era una organización manipulada por los norteamericanos. Nunca entendí bien lo que significaba ser “colonizado”, pero aprendí a mirar con recelo cualquier cosa que viniera de fuera.

Crecí, entre hormigas, piedras, y las pequeñas sombras que proyectaban las rutinas del barrio. El quicio de la puerta era mi trono, mi cueva, el lugar donde yo ejercía mi poder sobre un universo diminuto, un dios cruel y distante que no se preocupaba por el significado de su existencia, solo por el ejercicio de su fuerza. Y en esas horas de ocio y silencio, sin saberlo, se fue formando mi carácter, marcado por la expectativa, el poder efímero, y la espera ansiosa de un silbido en la distancia.

Leave a comment