Hilos

Israel Centeno

Han vuelto otra vez esos sueños que no tienen sentido, que no llevan a ningún lado. Sueños mezclados como si hubiera bebido toda la noche, pero no hay alcohol, solo esa bruma, esa sensación de haber perdido algo en el camino. Me toma casi una hora salir del estupor, y para cuando lo hago, el día ya ha comenzado sin mí. Melancolía. Confusión. A veces creo que la demencia está a la vuelta de la esquina, que me espera, que toca a la puerta, insistente. Trato de pensar en otra cosa. En lo que sea. Pero los sueños son como correr un velo y ver lo que no debería ser visto, una dimensión distinta, una realidad deformada. Como si los filósofos del neoidealismo tuvieran razón, como si todo esto no fuera más que una mentación, un delirio.

Anoche soñé con Deborah. Mi amiga insistía en que escribiera la historia de su padre, que ya había reunido el dinero, que estaba todo listo. Comenzó a contarme de su infancia, la niña consentida de un sicario, un hombre peligroso, mafioso. Una historia atractiva, siempre me lo pareció. Pero nunca la quise escribir. Sabía que esa familia aún movía hilos peligrosos, y yo no soy de los que buscan problemas. En el sueño, su cabello era una masa leonina, mucho más abundante que en la vida real. Brillante. Cuidado. Como si el tiempo hubiera retrocedido para ella. Country girl. Conservadora, medio Bill Hill. Y entonces, como pasa en los sueños, todo cambió.

Mi abuelo estaba alegre. Me tendía los brazos. Su energía era la de sus años de viajes al oriente. Y en ese momento lo supe. Huelo como él. Incluso en eso me parezco. Su abrazo no traía reproches. Ni por mi falta de fe. Ni por nada. Solo cariño. Y luego, esas palabras que me dejó en el aire: “Vámonos, la vida es un viaje, y este lo quiero hacer con pocas paradas.” ¿Qué quiso decir? No lo sé. Todo se diluye, como siempre.

Me despierto y veo mis notas. Garabateos sobre la historia del padre de Deborah, un hombre alto, fuerte, como mi tío José. Alemán. Nunca hablo de él, pero allí estaba, en el sueño. Un carpintero que apareció en nuestra vida de la nada, trayendo leche de madrugada. Hablaba un español enredado por un accidente, no por su acento. Así era el papá de Deborah. Un hombre frío. Implacable. ¿Cómo se supone que voy a escribir eso? Me metería en problemas. Y tú también, le dije a Deborah, pero ella se reía. “Vamos a hacer dinero”, dijo. De algún lugar sacó un baúl lleno de fotos, objetos de hojalata, y una Colt 45. “Me la regaló mi papá cuando cumplí 15”. La manejaba como si fuera natural, aunque estábamos soñando. Me incomodó. ¿Y si se le escapaba un tiro? ¿Cuál de estas realidades es la verdadera? A veces siento que nunca me voy a despertar.

De repente, un camarada entró en escena. Un tipo desagradable. Taimado. De esos que odias sin saber por qué. Probablemente un agente cubano, de los que entraron con Meihan Lares. Se reía. Mostraba un Magnum que le había regalado Douglas Bravo. “La orden era pegarle un tiro mientras cagaba”, dijo. Así, ridículo. “Esa era la orden del caballo”. Y yo, tomando notas en un cuaderno que ya no tenía páginas. Sabía que mi vida dependía de ello.

Deborah me decía: “Toda familia quiere ser una saga. Los Corleone. Los Buendía. Figuras literarias. Románticas. Pero si cuentas la verdad, acabarás en una zanja. No porque hayas revelado algo importante, sino porque a nadie le importa que los trapos sucios salgan al sol. Todo el mundo quiere ser un villano simpático. Un degenerado entrañable. Pero si dices la verdad, estás muerto”. Y allí estaba yo. Tomando notas. Navegando en un bote frente a Playa Colorada. Viendo mis pies mojados. Cansado de nadar. Deseando despertar. Pero no lo hice.

El sueño terminó en algún lugar del oriente. Olvidé traer conmigo la libreta. Me levanté con la sensación de que no dormí. Que no soñé. Que no escribí nada. Pero aquí estoy. Extrañando esa libreta que nunca existió. Ansioso por una historia tan falsa como todas las demás.


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