Lamento boliviano

Serie Halloween  III

Israel Centeno

El coco se multiplicaba y se extendía por mis células, eran lazas de fuego dentadas consumiéndome desde dentro. Cada bocanada de aire era una batalla, cada latido un recordatorio de la inminente derrota. Mi cuerpo, mi falso aliado, se había revelado mi enemigo, convertido en una prisión de carne se retorcía en agonía. Salía del último espasmo. El estómago, un caldero de ácido desbordado, quemaba con cada respiro y giraba, no en un solo sentido, sino que cambiaba bruscamente de dirección, como un remolino errático. Hubiera podido elegir la salida fácil, la que durante siglos fue honrosa en las islas del Japón. Pero no. Debía vaciar el cáliz hasta la última gota, con la milagrosa esperanza de que mi cuerpo comenzara a apagarse, centímetro a centímetro, clausurando cada puerta de forma definitiva. Evitar las posibilidades del regreso era crucial. Aquella era una guerra lenta,  de piel arrasada, donde la sangre deja de fluir milímetro a milímetro, concediéndole a la  carne un tono pálido, translúcido.

No era la muerte lo que me aterraba. La muerte era solo otro misterio, otro enigma por resolver. Aún me quedaban fuerzas para ordenar mis pensamientos y preparar mis últimas palabras. Debía pronunciarlas, no cabía error.

Había dedicado años a descifrar los secretos del cosmos, buscando respuestas en las estrellas, en las partículas subatómicas, en la filosofía, la religión y la metafísica: en los pliegues del espacio-tiempo. Y entonces, enfrentado al misterio final, me sentía aun confuso, sin fe. El suspiro llegó al fin. Un ronco estertor que me sacudió antes del salto. Con mi voluntad, reuní las fuerzas que me quedaban y susurré las palabras, la clave que me abriría las puertas de la trascendencia, se ahogaron en mi garganta, convertidas en un estertor gutural que resonó en la habitación vacía. Afirman que mi alma no encontró paz, y que ahora pena por la unidad de cuidados donde entregué mi último aliento.

Lo han visto, confuso, atrapado en un bucle, repitiendo sin cesar una frase ininteligible:

« …Y yo sigo aquí, borracho y loco, nena no te peines en la cama, que los viajantes se van a atrasar…».

 Vago como un prisionero de mi propia obsesión. Intento, reconstruir las palabras que me liberarán de este lugar. Es el nombre de un-Dios encarnado que se escapa a mi memoria. Vagaré por estos pasillos del Hospital General hasta el fin del universo;  llevaré un alerta, un letrero en la frente:  los misterios  no se jurungan, se corre el riesgo de no poder apearse del carrucel de la duda, una eternidad sin redención ni sociego, una ruleta rusa con las cinco balas en el tambor, una suceción de las rondas de disparos, por los siglos de los siglos, en la sien.

 


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