Balada de la Mala Hora

Israel Centeno

Los ahorcados bailan en el viento, / como hojas secas, como espectros flacos.”
—Arthur Rimbaud, El baile de los ahorcados

He visto la pobreza

y no ennoblece,

cuando es la pobreza de la desgracia.

Ni virtud, ni pórtico al cielo,

solo una grieta en la carne,

llagas que devoran el nombre,

olores que condenan al exilio del tacto.

Sonia Marmeládov no está allí.

No hay manos en oración que rediman,

ni ojos que sostengan la esperanza.

La noche es una larva:

devora con parsimonia.

Nadie se dignifica en el fango y la carroña.

El pan es piedra negra.

Los ahorcados de Rimbaud

se mecen como siluetas en el fondo.

Nadie toma la miseria entre las manos

y la ofrece como expiación.

Cuerpos doblados

bajo el peso de su inanición,

ojos sin súplica,

hombres quebrados en la fábrica del hambre,

cosas que se pudren sin protesta.

Mientras, la civilización

se nombra a sí misma

cumbre del saber,

gloriada en su ingeniería,

templo de la riqueza.

Pero en cada esquina

se derrumba su inconsistencia

de silicio, litio, minerales tóxicos.

No son unos cuantos.

Pueblos enteros,

silenciados por el hambre,

despojados hasta del grito,

sin siquiera la fuerza

de implorar misericordia.

Simone Weil lo llamó

la mala hora:

desgracia que aplasta,

sin furia, sin odio,

sin humanidad,

y ahoga sin ver.

Los descabezados del mundo,

los que ya no saben nombrarse,

los que el hambre reduce a sombra,

los que el tiempo disuelve en polvo.

Simone Weil los vio en la fábrica:

hombres quebrados,

engranajes sin voluntad,

presas de la máquina y su ritmo ciego.

No hay redención en sus ojos.

Solo la alienación

de la línea de trabajo,

la rutina que tritura,

el hombre hecho sombra,

engranaje atrapado en su propia rueda.

Ella levantó los ojos a Cristo.

En Portugal

vio el abismo y la saudade

pescadora.

Y yo,

en mañanas donde caigo de la cama

como caía mi padre

antes de quedarse fuera del mundo,

despierto sin fe,

hecho añicos,

y gasto el día en recomponerme.

No fue un sueño.

Viven allí,

ese tipo de pobres,

dickensianos,

la lepra los devora,

la ciencia es llaga,

la tecnología, ironía.

No pregunto por el hombre ni la mujer.

Ya no hay quien quiera niños en la ecuación.

No les da dignidad.

Solo fabrica sustitutos

en laboratorios y guerras.

Sonia Marmeládov salvó a Raskólnikov.

¿Cuántas Marmeládov harían falta

para salvar los corazones podridos

que fraguan el futuro,

que nos hablan de antaño,

de rivalidad y guerra,

como si viviéramos librados

de la endémica crueldad de la especie?

Y se vanaglorian

con la conquista del universo,

como si toda barbarie

no hubiera existido ya

antes de que imagináramos

un mundo poshumano.

Gracias, Foucault,

por lo que le toca a tu espíritu

en su purgatorio.

El pan como piedra negra, los ahorcados de Rimbaud balanceándose en el fondo, la civilización desmoronándose sobre su propio cinismo. Todo en su lugar.


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