Israel Centeno

Publicar un libro de poesía ya es, en sí mismo, un acto de valentía. Publicar un segundo confirma que hay una voz que se consolida, una voz que ha encontrado su camino y que sigue explorándolo con determinación. Daniela González no sólo reafirma su identidad como poeta en esta nueva entrega, sino que se adentra en un género de los más exigentes y difíciles: la poesía mística.

La poesía mística no es simplemente poesía religiosa. No es una exaltación general de lo divino ni un ejercicio de devoción lírica. Es una poesía que se sitúa en la frontera entre el lenguaje y la experiencia inefable, donde el alma busca, anhela, encuentra y, a veces, se siente abandonada. Es un género que no se sostiene en la mera inspiración, sino en una vivencia profunda de la fe, de la relación personal con Dios, de la certeza de que el único y verdadero amor es el Logos, la Palabra, Jesús, el Mediador.

Daniela asume este reto con una voz madura, que no cae en los peligros del sentimentalismo ni de la abstracción. Su poesía tiene cuerpo, ritmo y una respiración que guía al lector por los senderos del deseo y la espera, de la comunión y la ausencia. Como en la mejor tradición mística, sus versos nos recuerdan que el amor divino es absoluto, pero que el alma humana, limitada y frágil, debe aprender a reconocerlo en medio del silencio, del misterio y de la aparente lejanía.

Este segundo libro confirma que Daniela González no es una poeta circunstancial. Se perfila como una voz sólida dentro de la poesía contemporánea, una voz que no teme enfrentar la gran pregunta: ¿dónde está el Amado cuando el alma lo busca? Y en ese diálogo entre el anhelo y la revelación, su poesía se inscribe en la tradición de los místicos, demostrando que, incluso en tiempos de incertidumbre, hay quienes siguen escribiendo desde la certeza del amor.