(O intento de soñar como ella soñó, sin alcanzar lo que ella vio)
Israel Centeno

Tuve un sueño extraño,
un sueño que me ha muerto.
Y cuando moría pensé:
no te preocupes,
hay vida después de esto.
Moría con lucidez,
sin miedo,
como quien entrega el alma
a una presencia que aún no se muestra.
Pero no pasaba nada.
Y sin embargo, pensaba.
Sabía que no pasaba nada.
Me decía:
Sigue.
No te detengas.
Buscaba.
Buscaba restos, huellas,
alguna señal de lo que ya no era.
Insistía,
como quien escarba en la ceniza
esperando aún una chispa.
Pero nada.
Vagué.
Sin norte.
En un tiempo que no tenía nombre.
Con un esfuerzo que era lo único
que aún me pertenecía.
Y me pregunté,
en voz baja, en voz última:
¿Es esto la vida eterna?
¿Pensar que sigues viviendo
dentro de un paréntesis oscuro,
en una nada que respira,
en un silencio que no cesa?
¿Seguir pensando,
como si pensar bastara
para reconstruir
lo que la edad y el mundo
ya no devuelven?
Y entonces su mano.
Acarició mi rostro.
El velo se rasgó.
Y se abrió ante mí
esa luz —
que no es luz —
sino el resplandor eterno del Tabor,
llenando el universo.
No era un paisaje.
Era la felicidad absoluta.
Inmensa.
Perfecta.
Y su voz:
Estás aquí.
No como un sonido,
sino como el temblor del ser.
Como la certeza antigua
de haber sido esperado.
Y entonces, el canto.
El coro innumerable de tronos,
serafines, querubines,
ángeles, arcángeles, potestades.
Cantaban.
No una melodía.
Sino la gloria de Dios,
alcanzable e inalcanzable,
cercana como un suspiro,
lejana como lo eterno.
Y todo era amor.
Un amor tan vasto
que sentirlo vivo mata,
y sentirlo muerto da vida.

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