
Recogido del suelo en una parada de autobus
por Israel Centeno
quien se lava las manos, como Pilatolasbolasdel.
En 2020, durante el encierro de la pandemia, investigadores de la Biblioteca Central de la Universidad Católica de Chile hallaron una serie de documentos dispersos en sobres marrones, etiquetados con iniciales crípticas y fechas inconexas, como si respondieran a un calendario apócrifo. Los sobres contenían esquemas narrativos, mapas mentales, misivas cifradas y una carpeta con el título: Caracas, detectives sin gloria. En la hoja de portada, escrita a mano y con tinta azulada, podía leerse una sola frase: “Una novela sin autores, solo con sospechosos”. La caligrafía —angulosa, nerviosa— remitía sin ambages a Roberto Bolaño.
Lo que se halló allí parecía formar parte de un proyecto deconstructivo, la contrafigura de Los detectives salvajes, concebido como un espejo convexo, ambientado no ya en la geografía del exilio romántico, sino en una Caracas transfigurada: capital de una modernidad fallida, colmada de discursos inflamables, whisky contrabandeado y cocaína los PEPE. El escenario no era la Venezuela de Rómulo Gallegos —honrada a modo de ironía involuntaria por los autodenominados visceralistas cultos— sino una topografía infernal, de retórica delirante y estética desahuciada.
Allí, un puñado de narradores —inspirados quizá en figuras menores de los años 60 y 70— intenta, con furia teórica y fracaso anticipado, fundar una vanguardia que desmonte el costumbrismo tropical, esa estética de lo pintoresco que se había convertido en la camisa de fuerza de la narrativa nacional. Pero fracasan. Y fracasan con erudición, con narcisismo espejo, con la gravedad de quienes se saben destinados al pie de página.
A lo largo de los márgenes de estos documentos aparecen, trazadas en rojo, palabras como “visceralistas cultos” y, en otros casos, “super-neonarcoticos desahuciados”. Bolaño —o su simulacro— parecía deleitarse en la anatomía de este grupo de narradores inflamados de prestigio “”tallados a mano”, empantanados en cafés imposibles y en la utopía de una literatura redentora. Su plan, que era también una alegoría, consistía en hacerlos chocar con la Caracas del chavismo auroral: una urbe transfigurada en campo de batalla hermenéutico, donde las armas eran manifiestos inconclusos, congresos fantasmas y performances en prostíbulos devenidos en salones literarios post-marxistas.
La consigna, al parecer, fue clara: “No crearemos obras. Descreeremos los espacios.” Ese era el espíritu del movimiento Trepadora, una célula estética que homenajeaba, de forma sacrílega, a Rómulo Gallegos, no como padre fundacional, sino como figura espectral, símbolo de una modernidad que nunca ocurrió.
Uno de los protagonistas se creía la reencarnación tropical de Andrés Bello, pero con chaqueta de cuero y el acento de Roland Barthes en la voz. Otro alardeaba de que la Real Academia Española sería pronto un salón de baile donde impondría su propio paso. Todos se disputaban el título apócrifo de “narrador nacional”, como quien reparte coronas en una corte sin trono.
Durante un tiempo, el conflicto fue cortesano: columnas literarias venenosas, entrevistas encubiertas, prólogos donde el halago y el agravio se confundían como en un palimpsesto. Pero con la llegada del chavismo y la clausura simbólica de la prensa libre, los narradores se replegaron a la clandestinidad digital: unos se exiliaron en ciudades sin lectores, otros se inciliaron en un país sin papel. Los más astutos aprendieron a sobrevivir de becas, circuitos de festivales, y elogios fabricados en burbujas donde nadie leía a nadie.
Y allí entra Bolaño. O más bien, su sombra.
Porque nadie está seguro si él escribió esos papeles, o si fue víctima de una impostura cuidadosamente orquestada. Los documentos aparecieron en cuatro enclaves literarios: Santiago, Ciudad de México, Buenos Aires y una ignota universidad gallega. Todos firmados con su letra, o con una imitación tan depurada que incluso un algoritmo de reconocimiento caligráfico habría dudado.
La novela fragmentaria —que algunos han titulado Los desahuciados invisibles— configura una Caracas invertida, un negativo de Los detectives salvajes: escritores buscando una tradición imposible, rastreando en archivos de literatura menor, persiguiendo a un poeta que nunca escribió un libro, solo fue citado por otros. Como siempre: fracasan. Pero lo hacen con una gloria impúdica, con una épica del error.
Entre los hallazgos: un índice descompuesto, un mapa de Sabana Grande dibujado como si fuera Macondo, diálogos entre personajes con nombres intercambiables, y una dedicatoria en tinta diluida: “A los que escriben después del fin.”
La teoría más insistente —jamás confirmada— sostiene que un editor de Anagrama, cansado de esperar el legado definitivo, reconstruyó los papeles, les dio forma, y publicó bajo el aura del maestro ausente. Así surgieron textos como El hombre de putas asesinas y La sombra del gaucho insufrible, transformados más tarde en Transgenders exitosos y El llanero inaguantable. Ficciones verdaderas de una ficción sin autor.
Porque eso es lo borgeseano: no importa quién escribió, sino quién soñó que alguien lo escribió.
La Caracas de esta novela se vuelve territorio de fábula distorsionada: húmeda, roja, brutal, sexualizada hasta el delirio. Los escritores del movimiento Trepadora se reúnen en la Casa del Bistec Soplado —un antiguo burdel reconvertido en cofradía literaria— donde traducen a Artaud entre líneas de cocaína y manifiestos ilegibles. Se aman, se traicionan, declaran revoluciones lingüísticas que nadie registra. Publican fragmentos en La Iguana Sonámbula, una revista cultural clandestina de Siquisique, como quien lanza botellas al mar de lo irrecuperable.
Además, bajo el manto de la “Quinta República más uno”, estos mismos exiliados del sur —ahora en puestos clave— estrecharon lazos con movimientos de resistencia nativa guaraní, adoptando sus símbolos y lenguajes rituales para legitimarse como continuadores de una épica popular ancestral. En cada ceremonia de su Premio Rómulo Gallegos paralelo, donde “despremiaban” al galardonado oficial mientras tejían lazos vinotinto, invocaban públicamente a los espíritus de la selva y a los ancestros guaraníes, reclamando una “arte ciudadano colectivo” que no solo desafiara al poder sino que restituyera una forma de soberanía cultural previo a la República. Respondiendo así al delirio de los “blanquitos del este”, se presentaban no como opositores sino como herederos de una tradición resistente y nativa.
Y el giro final —el más inverosímil, el más genial— es la aparición de antologías de microtextos virales (tweets incendiarios y paródicos) atribuidos a bots entrenados con La región más transparente, escritores clandestinos exiliados, y un sacerdote mudo que vivía en la frontera colombo-venezolana. Los volúmenes, ilustrados por diseñadores conceptuales que trabajaban en campañas de whisky artesanal y revistas queer de Buenos Aires, fueron prohibidos por “atentar contra la forma narrada”.
El movimiento, si acaso existió, se disolvió en su propia parodia. Nadie recuerda ya si fue una broma nacida en un coloquio de Valparaíso, un acto performático en un tugurio de Petare, o simplemente una alucinación compartida por lectores demasiado crédulos. La tradición, sin embargo, no se cerró. Porque no podía. Ya no era una línea, sino un rizoma de resentimientos, alianzas secretas, y venganzas narrativas que mutaban cada madrugada en Google Docs sin firma.
Y entonces, emergió lo inevitable: el Nadaísmo culto. Una forma literaria que no aspiraba a ser leída, sino interpretada como síntoma. Donde cada silencio era un manifiesto. Donde escribir era una traición. Y donde la única ética posible era la del vacío.
Es evidente que aquí no hablamos ni de la autoría de Bolaño, ni de las réplicas de Borges o Piglia, sino de un plagio abierto convertido en acto de protesta contra la tiranía de la trilogía de la ciudad de Paul Auster. Fueron esos mismos narradores —cuyos nombres prefirieron no ver impresos— quienes redactaron estos documentos, no para reclamar la paternidad de sus pasajes, sino para hacerse terapia colectiva y, a la vez, renovar un voto por la salud de nuestras letras nacionales. Deliberadamente, imitaron y mezclaron fragmentos ajenos, como antídoto contra el impostado prestigio de los editores de no ficción que despojaban de nombre a las biografías, las marcaban con títulos “atractivos” concebidos por agencias de publicidad y luego las firmaban como propias. En ese mercado de firmas en venta, el plagio se alzó no como robo, sino como exégesis irreverente, un gesto extremo para recordar que toda identidad literaria es, al fin, un cuerpo prestado.
La crítica académica en la clandestinidad global ha emitido su parecer en un comunicado minimalista y dice:
“Eso no es más que un sinsentido del espectáculo literario: la simbiosis del plagio como protesta y la protesta como plagio.”
FIN
Apéndice: Archivos del Movimiento Nanaísta
Compilados por la Unidad de Investigación Crítica del Instituto de Estudios Póstumos de Siquisique
“Fundar es fracasar. Persistir es traicionar. Nanaísmo es rendirse con elegancia.” —Fragmento atribuido al Manifiesto Trepadora (2004), hallado en una servilleta de bar.
I. Origen dudoso, impacto inexistente
Los autodenominados Nanaístas cultos aparecieron entre los años 2001 y 2006, orbitando los círculos de escritores, editores fantasmas y becarios de universidades sin campus. El primer registro concreto del movimiento aparece en un foro digital llamado Revolución y PDF, donde se lee:
“No ceeremos nuestros espacios. Los ocuparemos por infiltración estética. Nuestra táctica: la escritura mínima, la erudición vacía, el texto-fantasma.”
Errores ortográficos intencionados como “ceeremos” se interpretan, según algunos académicos exiliados, como una crítica al realismo socialista y al diseño tipográfico de los manuales del CNE.
II. El Movimiento Trepadora
En 2003, bajo el seudónimo de Monsieur Rómulo G., se publica el panfleto Movimiento Trepadora: O la ascensión por el tallo de la nada, considerado uno de los textos fundacionales del nanaísmo. Allí se lee:
“Nuestra tradición no viene de Rómulo Gallegos, sino de su silencio. No del narrador omnisciente, sino del narrador ausente. No del llano, sino del vacío entre un llano y otro.”
El Movimiento Trepadora rechazaba la linealidad, el progreso, y los premios nacionales. Propugnaba una literatura que se escribiera para no ser leída, un homenaje invertido a Borges sin mencionarlo jamás.
III. Gitanjáfora como coda
Todos los documentos nanaístas terminaban con una coda en forma de gitanjáfora. La más célebre, recogida en una etiqueta de botella en un burdel de Maturín, reza:
“Moroñaga, trepilún, caracua. Ñeque y sombra. Ñeque y sombra. Calla el verbo, canta la nada.”
Los exégetas de este texto sostienen que “Ñeque” podría aludir a un roedor centroamericano, o ser una alusión fonética a “neque” (del latín nec quidquam), pero la mayoría acepta que es puro ruido poético, como debe ser.
IV. Legado inconcluso
El único documento que aspiró a ser definitivo fue el Esquema del No-Canon, redactado por el apócrifo Jorge Arístides Calzadilla en una tesis jamás presentada. Allí se enumeran:
1. Autores que se deben olvidar.
2. Autores que se deben fingir que no existen.
3. Autores que nunca escribieron, pero deben ser citados.
4. La biblioteca ideal: solo prólogos.
5. El lector ideal: alguien que nunca leyó.
El Decálogo Nanaísta (versión abreviada)
No desearás al lector de tu prójimo. Citarás solo obras plagiadas. Publicarás bajo el nombre del olvidado. Odiarás la buena prosa del imperio. Quemarás tus propias antologías. Huirás de los festivales y besarás los zapatos del exiliado. Confundirás la claridad con el fascismo. Escribirás como si tus padres estuvieran muertos y tu país agonizara. No honrarás a tu editor. Aspirarás a la nota al pie como única patria posible.
“Lo nuestro no fue una vanguardia. Fue un colapso con estilo.” —Última línea del Cuaderno Siquisique 7, recuperado tras el incendio.
La polémica como método
Sería injusto cerrar este apéndice sin mencionar el mayor logro filológico de la crítica contemporánea al movimiento Nanaísta: la compilación exhaustiva de sus riñas en Twitter. Lo que en su momento pareció mera incontinencia digital —peleas por likes, ironías malentendidas, hilos interrumpidos por apagones— fue, en retrospectiva, una forma nueva de archivo vivo, una poética del exabrupto.
Gracias al trabajo del equipo de Cátedra Estética del Desencuentro Virtual de la Universidad Autónoma de Nirgua, hoy contamos con más de 2.300 capturas de pantalla cuidadosamente anotadas, donde los insultos mutan en aforismos, y las amenazas de unfollow se interpretan como rupturas teóricas.
“Esa cuenta no sabe leer. Ese poema es un flyer. Tú no eres escritor, eres community manager del yo.” —Intercambio entre @nanai_etern y @malandropoetik (2009)
Este corpus de agresiones literarias digitales no solo enriquece la comprensión del ethos nanaísta, sino que inaugura una nueva forma de crítica: no ya la lectura profunda, sino la vigilancia lateral, el arte de saber cuándo hacer captura de pantalla antes de que borren el tuit.
Al final, si el Nanaísmo fracasó en su aspiración a transformar la narrativa venezolana, triunfó en su capacidad de convertir el resentimiento en documento, y el documento en performance. Fue, quizá sin saberlo, una vanguardia de la disolución, cuyo único legado sólido es precisamente su inestabilidad.
“Nuestra obra es el rastro de nuestras disputas.” —Nota al pie en el archivo zip “riñas_nanaistas_def_v5_FINAL.docx”
Y al final, cuando solo quedaba la bruma de las discusiones extintas y el polvo en los márgenes digitales, fue necesario admitirlo: el mayor logro de toda esta fábula fue la meticulosa compilación de riñas en Twitter. No los manifiestos, no las novelas, no los supuestos fragmentos de Bolaño (que para entonces ya era dos y ninguno), sino esos hilos fulgurantes, escritos entre la madrugada y el despecho, donde se cruzaban insultos con referencias a Foucault y a Teodorov. Una innovación académica. Un nuevo género híbrido que desafiaba las categorías y ridiculizaba a las formas. Ninguna revista los quiso publicar, por supuesto. Pero allí estaban, capturados por estudiantes con más intuición que método, archivados en PDF, convertidos en bibliografía marginal para papers que nunca pasarán peer review.
Los académicos, sin foros y sin presupuestos, lamentaban en voz baja la omisión imperdonable: que los cultivadores de las más diversas exasperaciones literarias —desde el barroco salvaje al microcuento colérico, del diario de tráfico al poema documental, del relato sin sujeto al manifiesto leído en lengua de señas— no hubiesen sido recogidos en tesis doctorales ni en publicaciones especializadas sobre literatura latinx xmxrixnax.
Los pocos que llegaron a concluir algo digno de nota, se cuidaban en señalar que, aunque se mencionara obsesivamente a Bolaño —con B o con Ñ, no importaba ya—, ni el autor de Los detectives salvajes ni el otro, el de Chapulín Colorado, habían tenido participación alguna, al menos desde la mitad del periodo señalado entre la muerte de uno y el deceso figurado del otro.
Lo mismo da.
En Montana, las escuelas de estudios sociales y justicia poética apenas lograron escribir dos trabajos: uno sobre la sexualidad espectral de los narradores sin lectores, otro sobre el papel de las librerías clandestinas en la formación de identidades desechables. Ninguno fue citado. Ninguno fue leído. Ambos irrelevantes.
Porque el libro no se escribía. Se deshacía.
Cada intento de cerrar esta historia la multiplicaba. Cada afirmación era puesta en duda por un archivo nuevo, por un correo anónimo, por una publicación autoeditada en los suburbios de Maracaibo. Era un libro de arena, sí. Uno donde las páginas se reordenaban al cerrar el volumen. Uno donde el lector nunca leía dos veces el mismo texto, aunque creyera reconocer las palabras.
Y así quedó: una tradición sin centro, una novela sin autor, una literatura sin texto.
O como decían los nanaístas rebeldes, ya en susurros:
“Quien quiera entender, que borre.”

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