Ovidio Chirinos y el Testamento que Nadie Quiso Leer

YO REGALO MIS HISTORIAS

Presentación especial

Por Israel Centeno

“No fui santo. Fui sobrio. Que no es lo mismo.”

—Ovidio Chirinos, en Glosas marginales

Murió en el exilio, sí. Pero por casualidad.

Ovidio Chirinos —escritor secreto, penitente tardío, glosador de palabras perdidas— vivió sus últimos días en la isla de Santa Ana, un islote frente a la costa oriental, sin más gloria que un cuaderno, una hamaca, y un diccionario de sinónimos subrayado como si fuera una Biblia.

Alguna vez bromeó diciendo que moriría como Napoleón en Santa Elena: lejos, flaco, olvidado. Y la profecía se cumplió.

Salvo que a él no lo vigilaban los ingleses, sino los zancudos y los recuerdos.

Allí escribió sus últimas líneas.

Y allí murió, sin ruido, con la fe de los conversos y el silencio de los verdaderos culpables.

Durante años se creyó que Ovidio Chirinos había renunciado a toda ambición literaria, y que se había despedido de la posteridad con una sonrisa estoica y una sopa de caraotas.

Pero no era del todo cierto.

Lo que hizo fue más extraño: se retiró del lenguaje público, sí, pero para preparar —con paciencia de monje medieval— su obra final.

No una novela.

No un ensayo.

Algo más sutil: un testamento, guardado en un sobre lacrado, que debía leerse solo al momento de la primera reedición de cualquiera de sus tres libros mayores:

— Tratado sobre la Ficción Andina

— El Corrío del Narco Paisa y el uso de la metaficción en las crónicas de un jesuita anónimo, misionero infiltrado del Tren de Aragua en El Salvador

— Diccionario de Palabras Bellistas

Cuando por fin —años después de su muerte— una editorial antioqueña reeditó el Diccionario, el sobre se abrió.

El testamento decía:

“No reclamo fama. Pido justicia.

Que este libro haya merecido nueva edición significa que aún hay lectores con oídos para lo verdadero.

No he vivido para la posteridad, pero he muerto para ella.

Mi voz ya no me pertenece. Léanla con rigor o destrúyanla con amor.

— O.”

Solo una letra.

Porque, según su superstición medio seria, medio cómica, mencionar su apellido habría condenado a las almas del purgatorio a quedarse atrapadas entre dos bibliotecas por toda la eternidad.

Pero el verdadero hallazgo fue Glosas marginales.

No diario, no poema, no confesión. Todo eso a la vez.

“No fui santo. Fui sobrio.

Esa sobriedad me hizo creer que había dejado atrás el lenguaje,

cuando en realidad lo estaba afilando para que me sobreviviera.”

“El deseo de ser leído por los justos es la forma más alta de soberbia.”

Algunos afirman que esas líneas las escribió un diablo culto, disfrazado de corrector ortográfico.

Otros —los que lo conocieron de cerca— saben que era él mismo:

el último Ovidio,

el que escribía ya sin nombre,

pero con memoria.

Hoy, sus libros circulan en fotocopias, blogs clandestinos y PDF sin firma.

Su nombre es símbolo, seudónimo o invocación.

Porque si algo logró Ovidio Chirinos con su exilio y su escritura escondida, fue eso:

Que su literatura, como los santos verdaderos, actúe sin nombre…

pero con efectos.


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One response to “Ovidio Chirinos y el Testamento que Nadie Quiso Leer”

  1. exuberant1ef5447547 Avatar
    exuberant1ef5447547

    Maraca de prosa poetazo

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