La esperanza en la sal

A propósito de Joseph Roth

Vitrinas de Marsella

por Israel Centeno

Cuando se agota el presente, mirar hacia atrás no es nostalgia: es supervivencia. Ante el colapso de las nuevas promesas narrativas —en donde lo nuevo envejece en semanas y lo experimental no arriesga nada—, lo que queda es el regreso a una literatura que tuvo peso, nervio y destino. Y entre los nombres que resurgen con una fuerza inquietante está Joseph Roth —cronista del derrumbe, testigo moral de la disolución de Europa, estilista de la melancolía sin patetismo.

Roth fue el gran narrador de la decadencia austrohúngara. No solo como paisaje político, sino como forma interior de habitar el tiempo. En sus novelas, la caída no es drama ni clímax: es atmósfera. Cada uno de sus personajes sabe que habita un mundo al borde del colapso. Y no luchan contra él. Lo enfrentan con elegancia trágica, con una fe que ya nadie comparte, con un sentido del deber que ya no sirve.

En La marcha Radetzky, Roth retrata la degradación de una dinastía, pero también la de una sensibilidad. El imperio se desmorona, sí, pero lo más devastador es que lo hace sin épica. Todo declina sin ruido, como una vela que se apaga lentamente. El protagonista no es un héroe: es un hombre decente en una época que dejó de tener sentido.

El santo bebedor es una joya aparte. Un vagabundo parisino, hundido en el alcohol, recibe una limosna y promete devolverla a una santa. No puede. No porque no quiera, sino porque todo en su entorno está diseñado para impedir que cumpla su promesa. Es una parábola sutil sobre la gracia, pero también sobre la imposibilidad de redención en un mundo que ha perdido la estructura moral para sostenerla.

Leer hoy a Joseph Roth no es solo un acto literario: es un acto de resistencia. En una época en que el presente se vende en cuotas y el futuro es ilegible, volver a Roth —como volver a Flaubert con Madame Bovary, a Tolstói con Ana Karenina, a Camus con La peste, a Melville con Moby Dick, a Henry James con sus cámaras interiores, a Rulfo con su páramo, a Borges con su biblioteca infinita— no es regresión. Es higiene. Es política del alma. Es reivindicar que hubo, y quizás aún puede haber, literatura con espesor, con moralidad narrativa, con estructura y con sentido.

No estamos hablando de volver a los clásicos por costumbre. Ni de imitar una estética extinguida. Estamos hablando de sobrevivir. De volver a leer lo que puede ser leído sin algoritmo, sin agenda, sin intermediarios con aspiraciones de curaduría espiritual.

Vitrinas de Marsella nace desde esa necesidad: la de volver a mirar los libros como se miran los objetos sagrados en una ciudad portuaria que siempre está al borde del incendio. No para adorarlos, sino para saber que aún existen. Que aún nos sostienen.

Y si en el camino, como la mujer del Lot, nos convertimos en sal al mirar atrás,

al menos seremos sal con memoria.

Sal con sentido.

Sal con estilo.


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