Retratos
Para Rafael Santana, su sobrino.
Por Israel Centeno

Hay escritores que se parecen a sus ideas. Otros, a sus aspiraciones. Y están los raros —los entrañables— que se parecen a su calle. Aquiles Nazoa era de esos. Poeta, humorista, ensayista, caraqueño. Pero sobre todo, un hombre que supo que la ternura no está reñida con la inteligencia y que el humor, bien empleado, puede ser el arma más cortante.
Nazoa fue muchas cosas: folclorista, cronista, antologador, cuentacuentos, dramaturgo. Pero fue, ante todo, un constructor de sensibilidad popular. En sus versos, en sus ensayos, en sus programas de radio y televisión, capturó eso que tantos olvidan: que la cultura es también lo que pasa entre el fogón y la vereda, entre el clavo oxidado y la sonrisa sabionda de una señora en bata.
En su libro Humor y amor, reúne algunos de sus textos más agudos, en donde combina la observación poética con el análisis sociológico. Allí está su célebre ensayo “La pava y lo pavoso”, donde desmonta con ironía la superstición criolla que convierte a ciertos objetos y personas en transmisores de mala suerte. Pero lo hace con elegancia. No se burla de quien cree en la pava, sino que retrata cómo esa creencia encierra un juicio estético, una crítica social, una forma popular de decir: eso no cuadra. Lo pavoso, dice Nazoa, es lo que rompe la armonía, lo que no entra en el cuadro de lo que “debería ser”, y ahí está el núcleo de su lectura: no la superstición, sino la estética colectiva del gusto.
Pero Aquiles no fue un antropólogo ni un académico. Fue un poeta con oído callejero. En obras como El Piojo y la Pulga, o Las canciones del exilio, recoge, compila y versiona retahílas, coplas, canciones, rondas infantiles. Es, en ese sentido, un verdadero arqueólogo del alma popular. Y lo hace sin convertirlo en folclor muerto. Le da nueva vida. Reescribe, reinterpreta, revive.
Era, además, profundamente caraqueño. No en el sentido turístico, sino en la médula. Era sanjuanero —de San Juan, parroquia mestiza, altiva y mal hablada—, y en sus textos se siente la respiración de una ciudad que ya no existe: la de los tranvías, los pregones, los manguareos y los torontos.
En sus obras de teatro como Los martirios de Colón, o su sainete astrakán sobre la torta que puso Adán, Aquiles usó el escenario para lo mismo que usaba la poesía: para señalar sin sermonear. Su mirada política no era panfletaria, sino profundamente humana. Se reía del poder, pero también de nosotros. No por superioridad, sino por cercanía.
Aquiles Nazoa no creía en la “alta cultura” como algo separado del resto. Su credo era otro, y lo escribió con claridad:
“Creo en el amor como única protesta. Y en el humor como única forma seria de enfrentar la vida.”
En Venezuela lo grandilocuente suele devorar lo íntimo, y la historia parece escribirse siempre con sangre o con pólvora, pero Aquiles Nazoa eligió otro camino: el de la ternura lúcida, el del humor con alma, el de la poesía que no necesita alzar la voz para ser eterna. Su obra no solo fue un canto a la belleza de lo cotidiano, sino un testimonio ético y estético de una Venezuela que, aunque golpeada, conserva aún su dignidad popular.
Nazoa nació en el corazón de Caracas, en El Guarataro, en 1920. Y aunque su infancia estuvo marcada por la precariedad económica, eso no le impidió descubrir que el alma del pueblo era un territorio fértil para la poesía. Su vida laboral empezó temprano —aprendiz de carpintero, telefonista, empaquetador— y desde allí, con humildad y perseverancia, se fue abriendo paso en el periodismo y la literatura.
Nazoa no solo escribía. Nombraba. Nombraba el encanto de las cosas pequeñas. La flor en la acera, la señora que barre, el perro callejero con nombre de novela, el ruiseñor que canta en Catuche. Y lo hacía sin idealización, pero con amor. Frente a la brutalidad de los discursos ideológicos, él ofrecía una poética de la sencillez, cargada de sentido, ironía y lucidez.
En un país polarizado, su risa fue y es resistencia. No una risa evasiva, sino una risa sabia. Esa que entiende que el humor, lejos de diluir los problemas, puede iluminarlos. En sus columnas —firmadas como “Lancero” o “Jacinto Ven a Veinte”—, desmontaba el poder con sutileza. Recibió el Premio Nacional de Periodismo por su estilo costumbrista, pero su verdadera gloria está en la memoria del pueblo, que aún recita sus versos y recuerda su voz.
En televisión condujo Las cosas más sencillas, un programa que confirmaba lo que él siempre supo: que la poesía no está en los mármoles, sino en la vida que pasa sin aspavientos. Y en su Teatro para leer, nos dejó diálogos que aún hoy tienen la fuerza de lo eterno disfrazado de cotidiano.
La muerte lo sorprendió en 1976, en una autopista que no merecía ser el escenario de su despedida. Pero la poesía —cuando nace del pueblo y vuelve al pueblo— no muere. El 17 de mayo, su fecha de nacimiento, fue declarado Día Nacional de la Poesía. Y es justo. Porque Nazoa no fue un poeta para los poetas. Fue un poeta para todos. Un poeta del pan, de la arepa, del mirador, del juego, del amor que no necesita pretensión.
Leerlo hoy no es un ejercicio de nostalgia. Es un gesto de salud mental. En tiempos donde el ruido sustituye al pensamiento y el odio reemplaza al afecto, Aquiles nos recuerda que la inteligencia también puede ser dulce. Y que Caracas —pese a todo— fue una vez habitada por hombres que sabían reírse sin burlarse, escribir sin gritar, y mirar sin despreciar.

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