Yo regalo mis historias

Israel Centeno

El heresiarca del bolero

No se conoce con certeza su nombre. En algunos registros aparece como Fray Gaspar de la Cruz; en otros, como D.G.G. (Dominus Gregorius Gravatis). Una carta anónima, conservada en un convento abandonado de Tenerife, lo llama simplemente el extremado. Perteneció a la Orden Benedictina, aunque es más exacto decir que coexistió en ella. No tomaba parte de las liturgias comunitarias, y rara vez pronunciaba una palabra sin haberla antes anotado.

El heresiarca —porque eso fue, aunque jamás blasfemó de manera explícita— sostenía que toda forma de renuncia contenía en sí misma un germen de soberbia. “Hay quienes renuncian al oro para jactarse de su barro”, escribió en un marginal de su Tratado sobre la Nada Verdadera, hoy perdido.

Fue acusado no por negar los bienes, sino por competir en su renuncia. No comía pan, para no parecer igual a los que sólo dejaban la carne. No hablaba, para no parecer igual a los que ayunaban. No dormía en cama, pero tampoco en el suelo, sino entre dos vigas suspendidas, “para no imitar al Santo ni al loco”. Esa obsesión con el desapego absoluto terminó por volverse apego a la propia imagen de quien todo lo deja. Fue entonces cuando sus superiores comenzaron a observarlo con inquietud.

Sin embargo, su verdadera herejía era otra. Durante su silencioso destierro interior, escribió —en fragmentos escondidos entre libros de Teología Moral— una versión de la historia de Eloísa y Abelardo ambientada en un litoral caribeño. En ella, los amantes no se separaban por votos, sino por rivalidades metafísicas: Abelardo, queriendo dejarlo todo; Eloísa, recordándole que incluso el olvido puede ser una forma de posesión.

Cada capítulo estaba escrito como un bolero. No con rima vulgar, sino con ritmo dictado por las mareas, los salmos y las guitarras ebrias. Títulos como No me ames ni por Dios, Apegado a tu Desapego y Tú fuiste mi última mortificación, fueron anotados en hojas que luego eran escondidas entre los pliegos de los libros de oración, como se esconde una rosa seca en la Biblia.

La Inquisición lo interrogó por “excesos de virtud”. Lo que en otros habría sido santidad, en él era sospecha. Se le acusó de haber hecho del despojo una nueva idolatría. El juicio no dejó actas. Solo una nota en latín: “ille voluit nihil, et in hoc offendit.” (Él quiso la nada, y en ello ofendió.)

Su condena fue más conceptual que física: lo encerraron en una biblioteca sin catálogo, donde cada libro carecía de cubierta, título o autor. Allí, según testimonios no verificados, continuó escribiendo en los márgenes de tratados prohibidos, hasta que ya no se pudo distinguir qué frase era suya y cuál de Orígenes o de Eckhart.

Se dice que desapareció un mediodía, entre dos anaqueles. Que su cuerpo se volvió errata. Que lo último que se halló de él fue una línea garabateada en el canto de una página:

“Aún el desapego necesita un espejo donde no mirarse.”


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