La lectura del futuro (y la victoria de Borges)

El Faro de Alejandría

Columna desde el asquito

por Israel Centeno

Non confundar in æternum

El autor de Sapiens lo advierte sin ambages: por primera vez en la historia, la humanidad no puede visualizar su futuro inmediato. Ni siquiera cinco años adelante. La aceleración tecnológica ha roto el hilo de la previsibilidad. Lo que antes eran ciclos, hoy son saltos. Nadie sabe quién será, ni cómo vivirá, ni qué leerá.

En el pasado, incluso en medio de la peste, la guerra o la servidumbre, el hombre sabía —más o menos— qué lugar ocuparía en el tiempo. Podía proyectarse. Ahora ya no. La identidad se volvió provisional. El futuro, ilegible.

Y es en este contexto donde el artista, más que el escritor, parece quedar desubicado. No marginado, sino reconfigurado. La industria del cine ya no produce películas como solíamos entenderlas. En su lugar, un flujo interminable de series, diseñadas más para consumo que para contemplación. Algunas logran mérito artístico, sí. Pero están sumergidas en un océano de ruido digital.

La música es ahora diseño de ambiente algorítmico. Las artes visuales han sido cooptadas por plataformas de exhibición inmediata. Y el mercado editorial… ¿qué decir del mercado editorial? Sobrevive a fuerza de listas y lanzamientos. Los libros se fabrican como productos de temporada. Ya no construyen canon. Apenas ocupan estanterías breves en la memoria de sus consumidores.

Incluso la lectura se ha vuelto un acto en disputa. ¿Qué significa leer La guerra y la paz en un audiobook? ¿O Moby Dick mientras se cocina? ¿Se puede experimentar la densidad estética de un texto sin la pausa, sin el subrayado, sin la posibilidad de detenerse en una frase y volver a ella como quien vuelve a un antiguo dolor?

Las plataformas digitales —Kindle, Kobo, Apple Books— han hecho el texto accesible. Pero no han logrado replicar la relación física, táctil, afectiva con el objeto-libro. Están surgiendo estudios sobre cómo varía la retención, la comprensión e incluso el placer según el soporte. Leer ya no es simplemente leer.

Y, sin embargo, quizás —como en tantas otras cosas— Borges vuelve a ganar.

Porque Borges supo desde el principio que todo libro es un eco de otros libros. Que escribir es citar, reescribir, deformar. Que la biblioteca no es solo el lugar de los libros, sino su condición. La Historia Universal de la Infamia es un catálogo apócrifo de ficciones reales y realidades ficcionadas. El Aleph es una promesa de totalidad. Tlön, Uqbar, Orbis Tertius es una advertencia que ya estamos viviendo.

En su obra está toda la biblioteca. No como contenido, sino como forma de pensamiento. Borges no necesitó escribir grandes novelas. Escribió el mapa de todas. En su obra, la biblioteca de Babel dejó de ser una metáfora para convertirse en estructura activa.

Y por eso Borges sobrevive. Porque sus textos son breves, pero infinitos. Hipervinculantes antes del hipertexto. Porque no exigen devoción, sino atención. Porque no necesitan ser explicados: se dejan habitar.

Su victoria no es estética ni moral. Es ontológica. Borges escribió pensando en lectores que aún no existían. Y por eso funciona para nosotros, los del presente disgregado, y también funcionará —probablemente— para quienes vengan después.

Y aún así, algo queda por explorar.

El cómic.

Sí, el cómic. El manga japonés. El cómic norteamericano. Las novelas gráficas europeas. Ese lenguaje híbrido que durante décadas fue despreciado como menor y que, sin embargo, ha desarrollado recursos narrativos, poéticos, visuales y simbólicos que merecen atención. Con el relanzamiento de El Eternauta por Netflix, es lícito preguntarse si no será allí —en esa forma intermedia, que mezcla texto e imagen, ritmo y secuencia— donde se geste una nueva forma de peso literario.

¿Podrá el cómic alcanzar, con el tiempo, el estatus que tuvo Macbeth, La Ilíada, La Odisea? ¿Puede una viñeta contener el destino humano?

No lo sabemos. Y quizá eso sea lo más honesto que podemos decir hoy.

Porque este faro también titubea.

Porque ni siquiera los que escribimos sabemos hacia dónde vamos.

Solo queda resistir a la confusión.

Y repetir, con temor y esperanza, lo único que aún podemos afirmar:

Non confundar in æternum.


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