Israel Centeno

a Abel Ibarra
Por Fray Bartolomé de Espinar, copista de los condenados
Encontrábame en tierras de Castilla, mendigando sermones y misericordias, cuando un anciano ciego, ex pupilo de aquel que fue llamado el Lazarillo, me refirió ciertas confidencias sobre un hombre que caminaba con muletas no por lesión de guerra, sino por haber visto al Diablo en forma de ciervo. “Ese cojo —me dijo— era más listo que todos los herejes de Alemania juntos”.
Supe después que ese hombre respondía al nombre de Íñigo de Loyola, y que tenía por hábito la penitencia, la elipsis y una devoción insólita por los espejos rotos.
Yo, fray Bartolomé, que he predicado en tabernas y cementerios, que he sido escupido por putas y bendecido por borrachos, os digo que Loyola no fue santo sino espía. Espía del Reino de Dios, sí, pero también de otro reino más oscuro, donde se copian los sueños ajenos y se trafica con visiones.
Un manuscrito suyo, que copié en la abadía de San Cucufato el Mudo —oculto tras una pared de salmos mutilados—, está cifrado con los versos de Quevedo y las coordenadas del manantial que Ponce de León buscaba. El texto no promete rejuvenecer el cuerpo, sino el relato: “El que beba de estas aguas —escribe Íñigo— podrá contar su historia una vez más, y con menos culpa”.
Ese texto fue robado siglos después por un infeliz literato caraqueño, exiliado tras los disturbios de San Agustín, que cruzó el Guaire a pie y escapó por Coche hacia La Guaira, antes de embarcarse a Miami. Su nombre no importa. Ahora duerme en un barrio que huele a fritanga, derrota y salmo oxidado. A ti, Abel Ibarra, va dirigida esta nota. Guarda el manuscrito como quien guarda una daga o una blasfemia. En su entrelínea hallarás lo que no buscabas.
Sobre la letra que no se pronuncia y el nombre del ángel que desciende
Se cuenta —aunque no en los anales del Vaticano sino en las marginalias de un códice cifrado, atribuido a un discípulo ebrio de Loyola— que el Santo, en los últimos años de su vida, dejó de escribir y comenzó a trazar formas incomprensibles con la ceniza de sus propios rezos. Nadie supo si aquellas figuras eran mandalas penitenciales o mapas hacia adentros. Sólo un papel sobrevivió: contenía un círculo dentro de otro, y una letra hebrea escrita al revés, como si un espejo borracho la hubiera dictado.
Abel Ibarra, lector de manuscritos improbables, hereje por intuición y coleccionista de páginas perdidas, ha dado con ese papel en un lote de libros húmedos en una librería de segunda mano en Hialeah. En la mancha de tinta —que algunos consideran un error tipográfico y otros un designio— descubrió la letra Shin, pero rota por una línea oblicua, como si la atravesara una lanza invisible.
El rabino Farach, sobreviviente de tres exilios y ahora barbero kosher en Coral Gables, confirmó lo que Abel sospechaba: no era Shin. Era una mutación. Una letra que no pertenece al alfabeto hebreo ni al idioma de los hombres. “Esa letra es una grieta”, le dijo Farach. “Y por ella se filtra un nombre”.
Abadón.
Ángel del abismo. Vengador que barre ciudades con fiebre, que aparece cuando los relatos se pudren y las verdades se repiten con perfume. El mismo que, según algunas versiones del Talmud babilónico, fue encerrado por Salomón y liberado por error en un tribunal de inquisidores ebrios.
En la nota dejada por el autor apócrifo —posiblemente este mismo fray Bartolomé, ya ciego y comido de sí mismo— se lee:
“Hay santos que escriben para salvar. Ignacio escribió para esconder. Por eso sus ejercicios espirituales son más parecidos a una emboscada que a una oración.”
Abel lo ha comprendido. El nombre no es solo una amenaza: es una clave. Y con ella puede interrumpirse el ciclo de la mentira. Porque toda mentira tiene un ritmo, una música, un final previsto. Solo un nombre extranjero, uno sin vocales comprensibles, puede romperla.
Ahora Abel duda. ¿Pronunciar el nombre en voz alta? ¿Susurrarlo en una estación de autobuses de Homestead? ¿Tatuarlo en la espalda de un inmigrante dormido? ¿Dejarlo escrito en el reverso de un pasaporte venezolano falsificado?
Él sabe que al decirlo —Abadón— la historia podría empezar de nuevo. Pero sin narrador.
Y en ese instante, cuando duda, oye en el fondo de su apartamento el ruido inconfundible de unas botas mojadas golpeando el suelo. Un paso. Otro. Y otro.
No teme. Ya lo esperaba.
Es Loyola.
Que aún cojea.

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