Espacio Místico
Newsletter de Israel Centeno
En Pittsburgh, ciudad de niebla, ríos y fantasmas, escribo esto con la certeza de que, si vuelvo, es solo por medio de la palabra. Esta carta es faro. No alumbra verdades definitivas, pero busca con insistencia. Hoy, ese rayo busca a una mujer que supo hablar con Dios como si hablara con el silencio.
Santa Teresa de Jesús, la Santa Madre, no predicó lo imposible. Pidió solo tres cosas: amor fraterno, desasimiento de todo lo criado, y humildad verdadera. Lo que ocurre es que eso, tan sencillo, nos cuesta la vida entera.
Adolecemos. Esa es nuestra adolescencia espiritual. Buscamos ser libres, pero seguimos atrapados en la urgencia de ser vistos, aceptados, celebrados. Nos aferramos al yo como si fuera el último refugio, cuando es solo el primer callejón sin salida. Santa Teresa, sin aspavientos, propone otra geografía interior. Un mapa con tres senderos: amar, soltar, y saberse tierra.
Amar, pero no con la lengua ambigua que dice “amor” mientras busca solo afecto, validación, seguridad. Amar como el Capitán del amor, que es Cristo. Amar como quien da, no como quien espera. Teresa quiere que los que traten con sus hijas “aprendan su lengua”, y esa lengua es el amor despierto, no sentimental, no disimulado. Amor que se ejercita en los detalles: en ver al otro, en renunciar al protagonismo, en no hacerse el centro.
Amar sin compensaciones, sin negociar afectos. Amar al que es menos grato, menos “atractivo”. Amar sin elegir. Porque amar al que no nos conviene es lo que nos convierte.
Y para eso, dice Teresa, hay que desasir. Soltar el mundo. Pero no como desprecio, sino como confianza radical. Mirar al Cristo pobre y desposeído. No tener seguridad fuera de Él. El desasimiento comienza por uno mismo. Por dejar de hacer del cuerpo un altar. Por dejar de girar en torno a miedos, hipocondrías, pasados irresueltos y el constante deseo de control.
Nosotras, dice Teresa, debemos desprendernos incluso del temor. Porque el miedo es un mal futurible que nos vuelve esclavos de lo que no ha pasado. La Santa lo supo desde su enfermedad, desde su fragilidad convertida en fuerza. El cuerpo duele, pero no es el dueño. No debe ser el dueño. Desasirse es quitarse del centro, y dejar que Dios sea el centro.
Teresa no romantizó el sufrimiento. No lo convirtió en identidad. No lo usó como excusa. Fue una mujer enferma que se negó a vivir girando en torno a su enfermedad. En lugar de hacerse el centro de sus dolencias, hizo de sus dolores una escuela de libertad. Mientras el mundo moderno convierte el sufrimiento en capital emocional, Teresa lo convierte en tierra fecunda. Nos enseña que no se trata de negar el dolor, sino de no rendirle culto. De no usar nuestras penas como escudo, ni nuestras heridas como bandera. Porque el que hace del yo su altar, no puede ser libre.
Recordemos lo que Teresa nos dice del miedo. Ella, que convaleció de todo: del cuerpo, de la angustia, de la noche. Ella que vivió siempre al borde de sus límites físicos, nos recuerda con una claridad divina que el miedo es la mentira más sofisticada. Es sufrir antes de tiempo. Es vivir atados a un mal que tal vez no llegue nunca. Es temer la muerte más que a la vida sin sentido. Teresa no huyó de sus miedos: los enfrentó con fe. Y no cualquier fe. Fe descalza. Fe que camina, aun cuando las piernas tiemblan. Fe que se apoya en el callado que sostiene, no en la lógica que tranquiliza. “Dejadlo todo en Dios, venga lo que viniere” —dice—. Y en esa sola frase se encierra toda una mística de la libertad. Tragarse el miedo. No como acto heroico, sino como acto humilde. El que se abandona en Dios, ya no necesita controlar.
Y si el miedo es el disfraz más hábil del ego, la necesidad de aceptación es su reflejo más constante. Queremos ser aprobados, entendidos, elogiados. Queremos que nos lean, que nos abracen, que nos valoren. Pero esa necesidad, tan humana como persistente, termina por esclavizarnos. Porque quien vive pendiente de la aceptación del otro, nunca se encuentra. Se diluye. Teresa enseña que no es malo amar, pero que es letal vivir mendigando amor. El alma no crece a la sombra de la aprobación. Crece a la luz de la verdad.
Por eso, el desasimiento no es solo de cosas: es de imágenes. De la imagen que proyectamos, de la reputación que cultivamos, del yo que queremos preservar. Y la libertad verdadera empieza cuando dejamos de temer lo que los demás piensen de nosotros. No porque nos volvamos indiferentes, sino porque, como Teresa, descubrimos que solo Dios basta.
Y, al final, la humildad. No la timidez, no el complejo, no la pobreza desordenada. La humildad verdadera es la que nos pone en verdad. Ni más ni menos. La que no busca puestos, ni honores, ni el agrado de todos. La que no acumula agravios como trofeos ni se hace víctima para justificar su amargura.
La humildad que sabe que el mejor puesto no es el primero, sino el invisible. Que no vale más el que brilla, sino el que sostiene. El que se alegra con el bien del otro. El que no se explica, no se defiende, no se celebra.
Ese es el lenguaje que Teresa nos enseña: el amor que despierta, la pobreza que libera, la humildad que no se anuncia. No hay otra lengua más que esa. Todo lo demás, es ruido de uno mismo.
Y por eso, mientras el mundo pide likes, Teresa pide silencio.
Sea este faro apenas eso: una luz temblorosa, pero cierta, que vuelve a alumbrar ese lenguaje. El de quienes han aprendido a hablar con Dios sin perderse en su propio eco.
— Israel Centeno

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