El Faro de Alejandría
Por Israel Centeno

Hay algo en el ser humano que no puede ser domesticado por la estadística, ni encajonado en el manual de reflejos biológicos, ni reducido a las hormonas. Ese algo es la voluntad: la capacidad de elegir lo que no conviene, de desobedecer lo que dicta la biología, de amar cuando lo sensato sería huir.
Un animal no ama a quien lo hiere. Un algoritmo no se sacrifica. Ningún sistema de estímulo-respuesta programado elige conscientemente el sufrimiento. El ser humano sí. La voluntad no es deseo, no es impulso, es lo que resiste al impulso. Es la fuerza interior que dice “no” cuando todo el cuerpo grita “sí”. Es la decisión de quedarse cuando todo el instinto ordena correr. Es lo que permite el heroísmo, la fidelidad, el arte y la renuncia.
La voluntad es la mayor prueba de que no somos solo cuerpo. Ningún animal ayuna por ideales. Ningún animal perdona al enemigo por un principio. Ningún animal se impone una disciplina espiritual, física o ética para alcanzar algo invisible. La voluntad es la antítesis de la supervivencia natural. Y por eso, es el rastro más fuerte del alma.
Hay formas de amor que son pura biología: erótica, posesiva, defensiva. Pero el amor que se sacrifica, que permanece sin retorno, que escoge el dolor en lugar del abandono, no responde a una ley natural. Es una decisión. El amor que no busca placer, sino presencia, exige voluntad. Ágape, no eros. Y por eso, es profundamente humano. Quien ama más allá del instinto ama desde un lugar que no tiene localización cerebral. Ni la neurociencia más sofisticada ha explicado por qué alguien muere por otro voluntariamente. O por qué alguien permanece fiel a un amor que no promete consuelo.
Sigmund Freud intentó entender al hombre desde sus impulsos: eros, tanatos, trauma, deseo reprimido. Y aunque su contribución fue fundacional, fracasó donde siempre fracasa el reduccionismo: en explicar la libertad. Para Freud, el amor era sublimación, disfraz, síntoma. La voluntad era ilusión. El alma, una superstición burguesa. Y fue allí donde Carl Gustav Jung rompió con su maestro. Porque Jung no podía creer que todo lo humano pudiera explicarse por sexo y represión. Intuyó que había en nosotros fuerzas profundas, simbólicas, mitológicas, espirituales. Que había un inconsciente no solo animal, sino trascendente. Jung no aceptaba que la conciencia fuera un epifenómeno. Sospechaba —y con razón— que la psique humana es un puente entre lo visible y lo invisible.
La historia humana es la historia de una desobediencia constante a la ley natural. Volamos sin alas. Descendimos a las profundidades del océano sin branquias. Escapamos de las cuevas y construimos catedrales. Cruzamos mares sin garantía de tierra firme. Alcanzamos la luna. Y ahora queremos habitar Marte. Nada de eso tiene sentido para el instinto. Nada de eso obedece a la lógica de la autopreservación. Todo eso es voluntad.
La voluntad es lo que impide que el hombre sea un animal entre animales. Es lo que le permite inventar el alma si no la tiene, o buscarla si la presiente.
El ser humano no se puede explicar. Puede ser descrito, analizado, diseccionado, pero no reducido. Porque mientras exista uno solo que diga “no huiré”, mientras haya uno que ame a pesar del dolor, uno que cree belleza en medio del caos, uno que perdone, uno que elija morir por una causa invisible, entonces el alma seguirá viva. Y ningún escáner cerebral podrá jamás encontrarla.
Ese “no” no es una pose existencialista, ni una rebelión melancólica contra el absurdo. Ese “no” es vital. Es afirmación de la libertad radical, del libre albedrío, de la posibilidad de decidir contra la programación genética o cultural. Es el acto de un ser que no se resigna a ser función, sino que exige ser persona.
Porque hoy, en un mundo que niega cada vez más la existencia del libre albedrío, que todo lo reduce a química, a instinto, a trauma, a redes neuronales o a predicción algorítmica, reafirmar la voluntad es un acto subversivo. Reafirmar que amamos, creamos, perdonamos o resistimos no por necesidad, ni por cálculo evolutivo, sino porque queremos, porque elegimos, porque somos, es el grito más profundo de la conciencia viva.
Y si la voluntad es el signo más alto del alma humana, entonces el mayor testimonio de ella no está en la historia, ni en la guerra, ni en la ciencia, sino en el acto que fundó nuestra esperanza: que Dios, que es la Voluntad Suprema, se vació de sí mismo y encarnó en un hombre para rasgar el velo y vencer la muerte. No por necesidad, no por reflejo, sino por amor. Para dar la vida por la criatura que amaba. Para enseñarle el camino, la luz y la verdad.
Israel Centeno
Desde El Faro de Alejandría, con la lámpara encendida en medio del viento

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