El Faro de Alejandría
Israel Centeno

En la Rusia de Stalin, el totalitarismo se infiltró hasta en la intimidad de los escritores, convirtiendo cada poema susurrado en un acto potencialmente subversivo y cada silencio en una forma de complicidad involuntaria. En mayo de 1934, de madrugada en Moscú, un golpe seco en la puerta marcó el final de una vida y el principio de otra para el matrimonio Mandelstam . Aquella noche, el poeta Ósip Mandelstam fue arrestado por la policía secreta después de atreverse a crear un breve poema satírico contra Stalin. Con él comenzó una cadena de terror que alcanzaría a otros autores como Mijaíl Bulgákov y Anna Ajmátova, quienes, cada uno a su modo, sufrieron la vigilancia, la censura y el ostracismo del régimen stalinista. Sin embargo, de ese mismo terror nacerían también estrategias de resistencia: la memoria, la transmisión oral y la obstinación de seguir escribiendo para la posteridad. El presente ensayo, parte de la serie El Faro de Alejandría, explora las historias entrelazadas de Mandelstam, Bulgákov y Ajmátova —así como el papel crucial de Nadezhda Mandelstam, viuda y guardiana de la memoria de Ósip— para reflexionar sobre cómo el totalitarismo intentó silenciar las voces literarias y cómo estas respondieron con miedo, autocensura y una tenaz fidelidad a la palabra.
Ósip Mandelstam: el epigrama fatal y la poesía como delito

Fotografía de Ósip Mandelstam en la década de 1930. Fue arrestado en 1934 por recitar en voz baja un poema satírico sobre Stalin, reflejo del clima de terror de la época.
Ósip Mandelstam, uno de los grandes poetas acmeístas rusos, cometió el “crimen” de escribir un epigrama contra Stalin en 1933. El poema, conocido como El Montañés del Kremlin o simplemente el Epigrama a Stalin, describía con mordacidad la atmósfera de paranoia que asfixiaba al país e incluía imágenes audaces del dictador: “Sus gruesos dedos son gordos como gusanos…”, “Cada muerte para él es un placer”, etc . Mandelstam sabía que había compuesto algo letal: solo se lo recitó a unos pocos amigos de confianza, entre ellos Borís Pasternak, Anna Ajmátova y un supuesto admirador que resultó ser informante de la policía . En la Unión Soviética, la poesía podía ser sentencia de muerte. “Solo en Rusia la poesía es respetada; la poesía hace que la gente muera. ¿Existe en algún otro lugar donde la poesía sea tan frecuentemente un motivo de asesinato?” diría Mandelstam poco antes de ser apresado . Aquellas líneas satíricas –que ridiculizaban el poder omnímodo de Stalin– llegaron a oídos de la policía secreta por manos nunca identificadas . El propio jefe del NKVD, Guénrij Yagoda, tomó cartas en el asunto: fue uno de los primeros casos que atendió al asumir el cargo, e incluso, según Nadezhda Mandelstam, llegó a memorizar el epigrama y lo recitaba de corrido (con un macabro aprecio estético) antes de firmar la orden de arresto de su autor . La noche del 13 al 14 de mayo de 1934, los agentes irrumpieron en casa de los Mandelstam buscando “algo muy concreto” –el poema–, pero no lo hallaron escrito en ninguna parte, pues Mandelstam jamás lo puso por escrito: solo habitaba en la memoria de su creador y de quienes lo escucharon . Aun así, uno de esos oyentes se apresuró a dictarlo a la policía, sellando la suerte del poeta . Ósip fue detenido y enviado al exilio interior, primero a Cherdyn y luego a Vorónezh, escapando por poco de una ejecución inmediata gracias a la intercesión de amigos influyentes como Nikolái Bujarin y Pasternak . Pero el “tiempo de plazos hasta la realización de lo irremediable” había comenzado : en 1938 Mandelstam sería arrestado de nuevo y condenado a cinco años de trabajos forzados, muriendo ese mismo año en un campo de tránsito cerca de Vladivostok .
El caso Mandelstam ilustra a la perfección cómo el totalitarismo estalinista se ensañaba en la intimidad del escritor. Su breve poema privado desató un vendaval represivo no solo contra él, sino también contra personas cercanas: el poder soviético, al verse ridiculizado en unos cuantos versos, respondió con terror ampliado. El Epigrama a Stalin jugó un papel en la detención no solo de Ósip, sino en la de la propia Anna Ajmátova (brevemente marginada) y en las de su hijo Lev Gumiliov y su compañero Nikolái Punin . La maquinaria de vigilancia se extendía en red, volviendo sospechosa a toda la comunidad literaria. “Los colaboradores se infiltraban a discreción: cada familia pasaba revista a sus conocidos, buscando entre ellos provocadores, soplones y traidores” anotó Nadezhda Mandelstam . El régimen lograba así sembrar una desconfianza universal: “Nada une más a la gente que la complicidad en el mismo crimen”, escribiría Nadezhda sobre las tácticas de la Cheka-NKVD, observando cómo la amenaza continua de ser “convocado” por la policía rompía los lazos sociales y confinaba a cada individuo en un silencio temeroso . Cuando un poeta se atrevió a señalar la desnudez del tirano, no hubo un coro que lo respaldara; al contrario –parafraseando un conocido cuento–, no surgió ningún niño inocente que gritara que el Emperador estaba desnudo: en la Rusia de Stalin, “cuando un poeta osó criticar al Gran Líder… el miedo y el terror se adueñaron de todo” . El precio de la verdad poética fue la soledad y el aislamiento.
Nadezhda Mandelstam: memoria contra toda esperanza
La tragedia de Ósip Mandelstam no se entiende sin la figura de su esposa, Nadezhda Mandelstam, quien se convirtió en la custodia de su legado y en una de las más penetrantes memoristas del terror estalinista. Tras la muerte de Ósip en el Gulag, Nadezhda asumió la misión de conservar sus poemas y su memoria en tiempos en que la mera posesión de unos versos podía suponer la ruina. Con ayuda de unos pocos amigos leales, Nadezhda logró preservar la obra de su marido principalmente gracias a su prodigiosa memoria . Sabía que si apuntaba en papel los poemas inéditos de Ósip, estos podían ser descubiertos en un registro domiciliario; así que escogió la vía de la transmisión oral: repasaba los versos hasta aprenderlos de corazón, para luego quemar los manuscritos. “Para evitar la persecución de Stalin, la poeta Anna Ajmátova quemó sus escritos… –escribe el crítico Martin Puchner– y enseñó a un círculo de amigos las palabras de su poema ‘Réquiem’ de memoria. Yendo ‘antes de Gutenberg’ aseguró su supervivencia” . Ese mismo principio pre-gutenbergiano lo aplicó Nadezhda Mandelstam a los versos de Ósip: confiarlos únicamente a la frágil pero tenaz página de la mente humana. Las mentes de Nadezhda y sus cómplices se convirtieron “en el papel sobre el cual Akhmatova [en su caso] preservó y revisó su poema palabra por palabra, coma por coma” ; en el caso de Nadezhda, este método salvó decenas de poemas de su esposo que de otro modo se habrían perdido en la hoguera del tiempo.
A finales de los años 50, ya rehabilitada parcialmente tras la muerte de Stalin, Nadezhda comenzó a plasmar sus recuerdos en prosa, dando forma a Contra toda esperanza (1970). Este libro, escrito con “una prosa elegante, medida y exacta” , es a la vez un canto de amor imperecedero a Ósip y una acusación doliente contra la tiranía. Nadezhda narra con lucidez las experiencias trágicas de su marido y su generación, sin rastro de autocompasión, componiendo un “monumento a la dignidad del ser humano en el peor de los tiempos” . En sus páginas se confiesa que el miedo se volvió la emoción predominante de aquellos años: “Ajmátova y yo nos confesamos una vez que la sensación más poderosa que habíamos conocido –más fuerte que el amor, los celos o cualquier otro sentimiento humano– era el terror y lo que conlleva: la horrible y vergonzosa conciencia de la impotencia total”, recuerda Nadezhda . No obstante, distingue entre el miedo con vergüenza (que preserva la humanidad del individuo) y el miedo servil: “Mientras el miedo vaya acompañado de un sentido de la vergüenza, uno sigue siendo un ser humano y no un esclavo abyecto… Es ese sentido de la vergüenza lo que le da al miedo su poder curativo y ofrece la esperanza de recobrar la libertad interior” . Esta reflexión, compartida en íntima conversación entre las dos poetisas supervivientes, muestra cómo incluso el terror podía tener una dimensión moralmente aleccionadora: la vergüenza de sentir miedo recordaba a las personas que no debían entregarse por completo al régimen.
En Contra toda esperanza, Nadezhda desmonta los mecanismos de la represión soviética. Por ejemplo, revela cómo la policía secreta convocaba a numerosos ciudadanos sin motivo concreto, solo para implicarlos y sembrar la desconfianza: “Citaban a personas que tenían miedo de perder su trabajo o que querían hacer carrera, a quienes no querían nada y no temían nada, y a quienes estaban dispuestos a cualquier cosa… No se trataba de reunir información. Nada une más a la gente que la complicidad en el mismo crimen: cuanto más gente pudiera implicarse y comprometerse, cuantos más traidores, informadores y espías hubiera, mayor sería el número de personas apoyando al régimen y deseando que durase miles de años. Y cuando todo el mundo sabe que todos son ‘convocados’ así, la gente pierde sus instintos sociales, los lazos entre ellos se debilitan, cada cual se retira a su rincón y cierra la boca –lo cual es un beneficio invaluable para las autoridades”* . Este pasaje, espeluznante por su claridad, retrata la atomización social deliberada que buscaba el estalinismo: convertir a cada individuo en un ser aislado, mudo por temor y quizás culpable de algo, de manera que nadie se atreviera a alzar la voz. En contrapartida, la propia existencia del libro de Nadezhda es un acto de voz recuperada: “Decidí que era mejor gritar. El silencio es el verdadero crimen contra la humanidad” , escribió. Y así, Nadezhda gritó con su pluma. Su testimonio no solo documenta horrores sino que constituye en sí mismo un acto de resistencia mediante la memoria y la palabra. Gracias a ella sabemos, por ejemplo, que Yagoda –el implacable jefe de la NKVD– podía recitar de memoria el poema de Mandelstam pero no habría dudado en “destruir toda la literatura, pasada, presente y futura, si hubiera pensado que le convenía… Para gente de esta calaña, la sangre humana es como el agua” . Frases como esta, cargadas de una mezcla de ironía, dolor y desprecio, hacen de Contra toda esperanza una obra única, dotada de “sobriedad, lucidez, belleza y transparencia” en su denuncia del terror . Al final, Nadezhda logró su propósito: salvar la poesía de Ósip del olvido y legar al mundo uno de los testimonios más sobrecogedores de la condición humana bajo el totalitarismo .
Mijaíl Bulgákov: el maestro y el árbitro (la ambigua protección de Stalin)

Retrato de Mijaíl Bulgákov firmado por él mismo en 1937. Aunque Stalin admiraba su talento teatral, el novelista padeció años de censura y vigilancia; su obra maestra El maestro y Margarita solo pudo ver la luz décadas después de su muerte.
Mientras los Mandelstam vivían la persecución abierta, Mijaíl Bulgákov experimentó un destino distinto pero igualmente revelador de las dinámicas estalinistas: una mezcla desconcertante de favores, censura y vigilancia personalizada por el propio dictador. Bulgákov, dramaturgo y novelista, era autor de sátiras punzantes sobre la vida soviética (Corazón de perro, La novela de Mr. Molland, etc.) y por ello se había vuelto objeto de sospecha. Para 1930, frustrado porque sus obras eran continuamente vetadas o atacadas por la crítica oficial, escribió una carta desesperada a Stalin y a otros altos funcionarios. En ella declaraba que llevaba “diez años acorralado, sin poder publicar ni estrenar mis obras… [por lo cual] me dirijo a Usted y le pido que interceda para que se me expulse de la URSS junto con mi esposa” . Era un gesto temerario y sincero: Bulgákov confesaba que jamás podría escribir al dictado de la ideología, y prefería el exilio a la autocensura. Sorprendentemente, Stalin respondió no con un arresto, sino con una llamada telefónica personal. La famosa conversación ocurrió el 18 de abril de 1930: Stalin preguntó si realmente Mijaíl deseaba irse. Bulgákov, tomado por sorpresa y presa del pánico reverencial, se retractó apresuradamente de su solicitud de exilio, balbuceando que un escritor de verdad no podía trabajar lejos de su patria . Ante esto, Stalin le ofreció un peculiar indulto: le consiguió un empleo como asistente de dirección en el Teatro de Arte de Moscú, permitiéndole permanecer en la Unión Soviética, pero sin concederle plena libertad. Bulgákov “se quedó en la Unión Soviética. Se quedó en dique seco. Se quedó con toda su frustración” . Aquel permiso para vivir tuvo sabor a cautiverio: “nunca le permitió vivir completamente en paz ni publicar tranquilamente sus novelas”, resume un comentarista . De hecho, Bulgákov siguió siendo objeto de una censura implacable. Stalin, en un alarde de ambigüedad, era admirador de algunos trabajos de Bulgákov —se sabe que asistió más de una docena de veces a la obra Los días de los Turbin, basada en una novela de Bulgákov — e intervino en varias ocasiones para protegerlo de una caída definitiva. Gracias a esa tutela, Bulgákov nunca fue arrestado ni enviado al Gulag, un destino excepcional entre los escritores “problemáticos” de la época. Pero la protección tenía límites muy claros: sus obras más críticas fueron prohibidas o quedaron relegadas al cajón. El Estado le concedió la vida, a cambio del silencio público.
Este tira y afloja quedó patente en un episodio: Bulgákov, en un intento de congraciarse, escribió en 1939 una obra teatral laudatoria sobre la juventud de Stalin (Batum) para celebrarle el cumpleaños. ¿La respuesta? Stalin prohibió también esa obra, sin explicaciones . Era como si el dictador disfrutara jugando al gato y al ratón con el escritor: le permitía subsistir, pero no le daba verdadera libertad creativa. Paradójicamente, esta situación empujó a Bulgákov a canalizar toda su audacia en un proyecto destinado “al cajón”. Convencido de que su gran novela jamás sería publicada en vida, Bulgákov decidió hacerla tan subversiva y genial como quisiera . El resultado fue El maestro y Margarita, escrita en secreto durante la segunda mitad de los años 30. En esta obra fantástica y satírica, el diablo (Woland) visita Moscú acompañado de un cortejo estrafalario —incluido un gato negro gigante— y desenmascara la hipocresía de la sociedad soviética. La novela contiene, entre muchos niveles de lectura, una alegoría mordaz del poder y la cultura bajo el estalinismo: hay literatos serviles, burócratas corruptos, y un clima general de absurdidad y miedo apenas disfrazado por el humor negro. Bulgákov volcó en ella su experiencia personal mediante el personaje del “Maestro”, un novelista incomprendido cuya obra es censurada y que termina quemando su manuscrito en un arranque de desesperación. Esta última imagen refleja un hecho real: en 1930, temiendo las represalias, Bulgákov quemó parcialmente los borradores de una novela sobre Poncio Pilatos, precursora de El maestro y Margarita, poco antes de enviar su carta de súplica a Stalin . Años después, en la novela, el diablo Woland corrige al Maestro cuando éste lamenta haber destruido su obra: “Usted no cree, pero es imposible; los manuscritos no arden” . Esta frase —«los manuscritos nunca arden»— se ha vuelto legendaria, porque encapsula una verdad profunda: la permanencia indestructible de la creación literaria frente a la censura. En efecto, Bulgákov hubo de reescribir enteramente su novela, alimentado por esa convicción de que las ideas sobrevivirían. Y el tiempo le dio la razón. Aunque El maestro y Margarita permaneció inédito mientras él vivió (Bulgákov murió en 1940, acosado por la enfermedad y la frustración), el manuscrito no se quemó en el olvido: circuló en copias clandestinas (samizdat) y finalmente vio la luz en 1966, durante un breve deshielo, y en versión íntegra en 1973 . Para entonces, la novela se convirtió en un fenómeno: lectores ávidos copiaban a mano capítulos, hacían graffiti en el edificio donde transcurre la acción (el mismo donde Bulgákov había vivido) y citaban sus frases en susurros . La predicción de Woland se cumplió con creces.
La historia de Bulgákov demuestra que la relación entre el creador y el tirano podía ser sinuosa y cruel. Stalin adoptó con él un papel dual de mecenas y censor: le brindó “recompensas” (un empleo, cierta protección) a la vez que lo asfixiaba con la prohibición. Un analista la describió así: “El dictador tomó interés personal en el autor, como un niño sociópata con una mascota a la que alternadamente premia y tortura” . Stalin podía elogiar el talento de Bulgákov y sin embargo censurarlo sin piedad. Gracias a este interés caprichoso, Bulgákov fue “sospechoso hasta el fin de sus días” pero logró escapar de las purgas físicas . Murió de muerte natural, aunque prematura, pero con la amarga conciencia de que sus mejores obras estaban condenadas al silencio. En sus últimos diez años, acompañado por su devota esposa Yelena, Bulgákov se consagró a la redacción imposible de su obra cumbre . Esos fueron sus “años oscuros, de desgana y de úlcera” —como él mismo los plasmó alegóricamente en la novela—, en los que perseveró escribiendo “para el vacío”, sabiendo que ningún editor soviético se atrevería a publicarlo . Y sin embargo, en ese acto casi absurdo de fe literaria, residió su victoria póstuma. “Los manuscritos no arden”: la literatura auténtica encuentra la forma de burlar a sus inquisidores, si no en el presente, en el porvenir. De hecho, la influencia de El maestro y Margarita en la cultura rusa posterior fue inmensa, convirtiéndose en un símbolo de la libertad creativa frente a la tiranía. Muchos escritores soviéticos de generaciones posteriores tomaron la frase de Bulgákov como lema para seguir escribiendo “para la gaveta”, con la esperanza de un futuro lector . En la propia novela, cuando Woland rescata el texto quemado y se lo devuelve al Maestro, está afirmando la supremacía de la imaginación sobre la violencia: ni el Diablo cree posible destruir por completo una obra del espíritu.
Anna Ajmátova: la poetisa de la memoria oculta
Si Bulgákov resistió ocultando su novela en un cajón, Anna Ajmátova resistió ocultando sus poemas en la memoria viva. Ajmátova, una de las voces poéticas más importantes de Rusia, vivió en carne propia las arremetidas del régimen: su primer esposo, el poeta Nikolái Gumiliov, fue fusilado en 1921 acusado falsamente de conspirar contra los bolcheviques . Años más tarde, su hijo Lev Gumiliov sería arrestado en 1938 en pleno Gran Terror, y volvería a ser encarcelado en la posguerra, cumpliendo largos años en gulags. También su amigo y tercer marido, el historiador Nikolái Punin, moriría en un campo en 1953. Ajmátova sufrió, pues, la pérdida de su familia a manos del estado totalitario, quedando ella misma bajo constante sospecha. Desde 1925 hasta 1940 fue prácticamente silenciada: se le prohibió publicar, sus versos eran tachados de “perjudiciales” o “retrogrados” por no ajustarse al realismo socialista . Pero Ajmátova no dejó de escribir. Al igual que Nadezhda Mandelstam, comprendió que el papel ya no era un lugar seguro para la poesía. Cuando arrestaron a su hijo Lev en 1938, ella quemó todos sus cuadernos de poemas por temor a que fueran usados como prueba en su contra . A partir de entonces, tomó la determinación de memorizar todo lo que componía: cada nuevo poema era aprendido de memoria y luego destruido en papel, y solo se recitaba en voz baja a amigos íntimos y confiables . Fue un traslado deliberado de la literatura al ámbito de la tradición oral, forzado por las circunstancias. Su poesía se volvió más fragmentaria y cifrada, pues estaba destinada a ser recordada y transmitida de boca en boca, no impresa . Este método aseguraba que, si la policía la allanaba, no encontraría “pruebas”; pero imponía a la poetisa y a sus allegados la carga sagrada de la memoria.
La obra cumbre de Ajmátova en ese periodo es el ciclo poético Réquiem (1935–1940), un desgarrador monumento lírico dedicado a las víctimas del terror de Stalin. Réquiem nació de la experiencia personal de Ajmátova haciendo fila durante diecisiete meses a las puertas de la prisión de Leningrado (la tristemente célebre Kresty), para intentar saber de su hijo preso . En la famosa anécdota que sirve de introducción al poema, una mujer en la cola, tiritando de frío y con el rostro consumido, la reconoció o intuyó quién era, y le susurró: “¿Puedes describir esto?”. Ajmátova respondió: “Puedo” . Esa breve respuesta contenía toda su misión: ser la voz de quienes no podían hablar, dejar testimonio poético de la angustia compartida. Réquiem, compuesto pieza a pieza, lamenta la ejecución de Gumiliov, el arresto de Punin, la prisión de Lev, y a la vez se erige en un “himno de resistencia del pueblo ante el poder de Stalin” . Naturalmente, un poema así jamás podría publicarse bajo Stalin. Ajmátova lo mantuvo secreto durante décadas. Lo escribía en papel para pulir versos, luego lo recitaba a sus amigas más cercanas (como Lydia Chukóvskaya) y acto seguido quemaba los papeles en el cenicero . Cada amiga memorizaba una parte. “Enseñó [el poema] a sus amigas más íntimas para que lo recordaran después de su muerte… el terror estatal había forzado a vivir como si la imprenta no se hubiera inventado” escribe Martin Puchner sobre esta situación análoga a la de Nadezhda . Durante años, Réquiem solo existió en las mentes de Akhmatova y su círculo de confianza, pasando la prueba de la “segunda memoria”: sus versos sobrevivieron alojados en las almas, inmunes a cualquier requisa policíaca. No sería hasta 1963 que Réquiem apareció en publicación (en Múnich, en ruso); y hubo que esperar hasta 1987, en plena perestroika, para verlo impreso en la Unión Soviética . Entretanto, Ajmátova había sido testigo de cómo la cultura que ella representaba era arrasada: “Akhmátova sobrevivió al terror de Stalin y a la persecución de sus amigos escritores de la Edad de Plata: Mandelstam murió camino del Gulag, Tsvetáyeva se ahorcó y Pasternak fue perseguido hasta la muerte” resume un artículo . Ella misma fue blanco de ataques: en 1946, el régimen (en la figura de Andréi Jdánov) la denigró públicamente, expulsándola de la Unión de Escritores y calificándola de “monja prostituta” cuyo arte era ajeno al pueblo. Sin embargo, nada de esto logró destruir su voz interior.
Ajmátova asumió que “sus transparentes versos podían preservar la memoria, y salvarla de una segunda muerte: el olvido” . Esta convicción la sostuvo. Sabía que no podía salvar a las víctimas de la purga ni a su propio hijo del calvario, pero sí podía salvar la verdad de lo ocurrido en sus poemas. En efecto, Réquiem y otros poemas de su ciclo testimonial fueron custodiados como un tesoro clandestino hasta que un tiempo más benigno permitió compartirlos con el mundo. La propia Ajmátova se convirtió, ya en los años 60, en una suerte de símbolo viviente de la resistencia cultural: recuperó cierta prominencia como “líder no oficial del movimiento disidente” y fue reverenciada tanto en su país como en el extranjero. Un signo de su triunfo moral es que, antes de morir en 1966, llegó a ver publicados muchos de sus poemas tempranos y a recibir homenajes públicos que durante décadas le fueron negados. Pero quizás su victoria más profunda esté encapsulada en aquellas líneas de Réquiem donde habla no solo por sí misma, sino por todas las mujeres que compartieron la tortura de la incertidumbre: “Junto a esta angustia, otras angustias se hacen pequeñas; / y llevamos el yugo de la pena sin alzar los ojos. / Para algo nos clava el destino, implacable, al patíbulo…”. Ajmátova logró que tal yugo no fuera en vano: su poesía clavó esa angustia en la historia, impidiendo que se evaporara. Memorizando versos en lugar de escribirlos, encontró una grieta por la cual la verdad escapó a la censura.
literatura, miedo y pervivencia
Las historias de Ósip Mandelstam, Nadezhda Mandelstam, Mijaíl Bulgákov y Anna Ajmátova convergen en un punto esencial: en el poder de la palabra frente al poder de las bayonetas. Cada uno de ellos sufrió en distintos grados la voluntad del régimen estalinista de controlar no solo la expresión pública, sino incluso los pensamientos íntimos y los manuscritos guardados en el cajón. El totalitarismo stalinista se filtraba en la esfera privada del escritor: escuchas clandestinas, amigos convertidos en espías, censores morando en la conciencia que llevaban a la autocensura. El resultado fue un clima de terror interiorizado que obligó a decisiones trágicas: ¿quemar el propio libro para salvar la vida?, ¿callar para proteger a los hijos? Ajmátova describió cómo, bajo ese terror ubicuo, la población entera parecía vivir en trance, congelada por el miedo . Y sin embargo, de esa helada nacieron también actos sublimes de desafío. Cuando hablar era mortal, el silencio absoluto se convirtió en el verdadero pecado, como concluyó Nadezhda Mandelstam . Por eso ella decidió “gritar” escribiendo sus memorias; Ajmátova decidió “hablar” con voz queda a través de sus poemas memorizados; Bulgákov decidió “burlar” al opresor encerrando la verdad en una novela fantástica que dormiría hasta tiempos mejores.
Estas decisiones implicaron un enorme coste personal: vivieron acosados por el miedo, se sintieron “atados de pies y manos, con una horrible y vergonzosa sensación de impotencia” . Pero esa vergüenza de sentirse impotentes fue, en palabras de Nadezhda, la salvación de su humanidad, porque les recordó que aún podían resistir internamente . Resistir significaba a veces no claudicar en lo más sencillo: recordar un poema, copiar un manuscrito prohibido, esconder unos versos en la memoria. Esos gestos, aparentemente pequeños, fueron formidables antídotos contra el total olvido que buscaba imponer el régimen. “El poder indestructible de la poesía, y por extensión de la cultura, estrellándose contra los aparatos represivos más sofisticados”, como señaló un crítico español refiriéndose a Contra toda esperanza . En última instancia, la poesía y la literatura sobrevivieron a Stalin. Mandelstam, cuyo nombre había sido proscrito, es hoy celebrado como uno de los grandes poetas rusos; Ajmátova es leída en todo el mundo; Bulgákov se ha convertido en sinónimo de la sátira liberadora contra la tiranía; y el testimonio de Nadezhda Mandelstam se erige como “uno de los monumentos literarios” de la memoria del siglo XX . Sus voces, custodiadas en la oscuridad, ahora brillan.
Al cerrar este recorrido, imaginamos aquel faro de Alejandría simbólico que inspira esta serie: una luz de cultura protegiendo el conocimiento en medio de la devastación. En la noche oscura del estalinismo, estos escritores fueron faros a su manera, aun cuando tuvieran que ocultar su luz bajo mantos de secreto. Contra la intención del dictador de reinar mil años, lograron que la verdad íntima de sus vidas y obras trascendiera el miedo y viajara hacia el futuro. “Los manuscritos no arden” —ciertamente—, la esperanza, a veces, tampoco. Cada poema memorizado, cada página escondida, cada línea susurrada fue un acto de fe en la posteridad, un voto de confianza en que algún día la literatura podría leerse en voz alta sin terror. Ese día llegó, y con él comprendemos la enorme valentía de quienes, en el silencio impuesto, optaron por no callar del todo. Sus memorias, sus novelas y sus versos son la prueba de que, ante el embate del totalitarismo, la creación artística puede volverse refugio y resistencia, faro y legado. La intimidad del escritor fue sitiada, sí, pero no completamente conquistada: en la esfera inviolable de la mente y la palabra, conservaron una libertad última. Y gracias a ello, hoy podemos escuchar sus voces todavía, guiándonos como luces entre las sombras de la historia.
Fuentes: Nadezhda Mandelstam, Contra toda esperanza (Memorias); Anna Ajmátova, Réquiem; Marta Rebón, “Nadiezhda, la compañera de los días oscuros” en Revista de Libros ; Simon Duffy (ed.), Hope Against Hope ; Eimear McBride, “It gets people killed: Mandelstam under Stalin” en New Statesman ; Jesse Walker, “How Stalin Toyed With Bulgakov” en Reason ; BBC Culture, “Requiem: How a poem resisted Stalin” ; Russia Beyond, “Anna Akhmatova: A charismatic poet for the ages” ; Wikipedia (Osip Mandelstam , Mijaíl Bulgákov , Anna Akhmatova).

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