Crímenes, Poder y Locura 

Curado y escrito por Israel Centeno

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Sumario e Índice General 

  1. Introducción editorial: Venezuela, espejo de su impunidad 
    Un repaso crítico a los ciclos de impunidad en la historia venezolana desde el siglo XIX hasta nuestros días. 
  1. Venezuela: tierra donde solo paga el pendejo 
    Crónica general que abre la serie. Desde las guerras civiles hasta el caso Delgado Chalbaud, pasando por el gomecismo y las farsas democráticas. Por Israel Centeno. 
  1. Criminalidad venezolana: de los tribunales de mármol a la psiquiatría histórica 
    Estudio comparado entre Cuatro crímenes cuatro poderes de F. Mármol León y Psicopatología del venezolano de Francisco Herrera Luque. 
  1. Sangre en el diván: el monstruo que Caracas toleró 
    El ascenso, crimen y caída de Edmundo Chirinos. Cómo la élite lo mimó y cómo su crimen revela un nuevo paradigma de impunidad simbólica e intelectual. Por Israel Centeno. 
  1. El caso Danilo Anderson: crónica de una verdad mutilada (en preparación) 
    Contradicciones del proceso judicial, actores políticos implicados, el rol del testigo clave, la persecución a Patricia Poleo y los hermanos Guevara, y la impunidad persistente. Investigación en curso. 

Venezuela, tierra donde solo el pendejo paga 

En esta entrega especial, Quinto Día presenta una crónica que no es solo un repaso por la historia de Venezuela, sino un retrato del fracaso sostenido en hacer justicia. Desde las guerras civiles del siglo XIX hasta los crímenes irresueltos del presente, el país ha arrastrado una herencia de impunidad que ha terminado por enquistarse en su ADN institucional. 

Esta serie no busca cerrar heridas ni alimentar nostalgias: busca iluminar la continuidad del silencio, del encubrimiento, del castigo selectivo. Porque cuando el crimen no encuentra castigo, el poder se vuelve costumbre, y la violencia, sistema. 

Israel Centeno firma este recorrido por los crímenes impunes que han marcado la vida venezolana —y que aún esperan memoria, palabra, y quizá algún día, justicia. 

La impunidad como herencia: Crónica negra de una república sin castigo 

En Venezuela, la impunidad no es una excepción: es estructura, es aire, es herencia. 

I. El siglo XIX: república en guerra perpetua 

Desde el primer disparo en Carabobo hasta los estertores de la Revolución Restauradora, Venezuela vivió el siglo XIX como una sola guerra civil, interrumpida por breves respiros de reorganización. La independencia, lograda con sangre y épica, no trajo paz sino una prolongación de la violencia bajo nuevos pretextos. Bolívar hablaba de moral y luces; Páez hablaba con la lanza. José Tadeo y José Gregorio Monagas, Falcón, Guzmán Blanco, Linares Alcántara, Joaquín Crespo: una procesión de caudillos que, a nombre de la república, gobernaron como señores de guerra. 

La Guerra Federal (1859–1863), con su promesa de “Tierra y hombres libres”, dejó al país devastado, sin reforma agraria y con el doble de caudillos. La Revolución Azul, la Revolución Legalista, la Restauradora: cada una pretendía refundar la república, pero todas lo que hacían era reciclar la guerra. Mientras tanto, las instituciones apenas se dibujaban: un congreso, unos códigos, una justicia que se firmaba con sangre y se sellaba con pactos de espadas. No hubo república sólida porque no hubo tiempo para fundarla. Venezuela fue, en el siglo XIX, un campo de batalla con himno nacional. 

II. El gomecismo: la paz como terror y silencio 

Cuando en 1908 Juan Vicente Gómez tomó el poder, muchos respiraron aliviados. Por fin cesaba el ruido de los fusiles. Pero lo que vino fue otra forma de violencia: una paz de cárcel y cementerio. Gómez construyó su régimen sobre una premisa sencilla: el miedo. 

Durante casi tres décadas, gobernó con puño de hierro desde Maracay. Los opositores fueron desaparecidos, encarcelados o neutralizados económicamente. El Congreso era un decorado. Los periódicos, hojas parroquiales del régimen. La Seguridad Nacional se encargaba de fabricar delitos y extirpar disidencias. Todo estaba bajo control, salvo lo que se escapaba por los resquicios de la familia. 

En 1923, su propio hermano Juancho Gómez, figura de poder en los Valles de Aragua, fue asesinado en circunstancias turbias. La versión oficial habló de un enfrentamiento político. Pero muchos sabían que Juancho era tan brutal como autónomo, y que su asesinato fue un mensaje del general en jefe: en Venezuela no hay poder paralelo, ni siquiera si lleva tu apellido. 

Los escándalos del gomecismo fueron muchos: concesiones petroleras entregadas a dedo, fortunas familiares forjadas en silencio, represión brutal en cárceles como La Rotunda. Pero el régimen sobrevivía con un lema: “paz, tierra y trabajo”. A cambio de silencio, había progreso. El costo: la moral nacional. 

III. El espejismo democrático y el crimen fundacional de 1950 

Muerto Gómez, Venezuela conoció un breve despertar democrático en 1945. Rómulo Betancourt, Acción Democrática, elecciones, constitución. Pero el péndulo osciló rápido. En 1948, un golpe militar derribó al presidente Rómulo Gallegos. En 1950, el país presenció uno de sus crímenes políticos más inquietantes: el asesinato de Carlos Delgado Chalbaud, presidente de la Junta Militar de Gobierno. 

Delgado Chalbaud fue secuestrado y asesinado en Caracas por un grupo liderado por Rafael Simón Urbina. La versión oficial sostuvo que se trató de una acción aislada, ejecutada por un hombre desequilibrado con sed de venganza. Pero pocas cosas en Venezuela son lo que parecen. Delgado Chalbaud era el civil más civil dentro de una junta militar, y su asesinato allanó el camino para el ascenso definitivo de Marcos Pérez Jiménez. 

Urbina fue capturado y asesinado horas después. Nunca hubo juicio, ni confesión clara. Todo se selló con versiones confusas, ráfagas de balas y decretos. Con la muerte de Delgado Chalbaud nació otra forma de impunidad: la que asesina a la luz del día y borra las huellas con uniforme y banda presidencial

IV. Violencia endémica, hoy Estado fallido 

Desde el siglo XIX hasta la era moderna, Venezuela ha arrastrado su culpa en el lomo de la impunidad. La guerra eterna dio paso al control eterno. La violencia abierta se transformó en violencia de Estado. Y los crímenes —ya sean de caudillos, dictadores o democracias frágiles— han tenido siempre el mismo destino: la impunidad. 

Hoy, esa herencia ha mutado en otra cosa: un Estado fallido. Las instituciones son cascarones vacíos, la justicia un trámite partidista, y la violencia una rutina nacional. Desde los colectivos armados hasta las masacres en barriadas, desde las desapariciones hasta los ajusticiamientos extrajudiciales, todo responde a una lógica de poder sin ley. 

Los casos de impunidad no son leyendas urbanas: están documentados. El asesinato del fiscal Danilo Anderson en 2004, el encubrimiento de los crímenes del Grupo Gato, los autores no identificados del sabotaje aéreo que le costó la vida a Renny Ottolina, la matanza en Plaza Altamira en 2002, la larga estela de violaciones de derechos humanos en el Centro Penitenciario de Tocorón, y los casos recientes de desapariciones forzadas en el Arco Minero del Orinoco son solo algunos ejemplos. 

Y en medio de todo, un nombre que reaparece como símbolo de la niebla: Gouveia, el llamado “caballero de Altamira”, actor de un acto nunca del todo explicado, pieza perdida de una tragedia contemporánea. Las comisiones investigadoras fracasan, los tribunales se paralizan, los fiscales huyen o mueren. 

Los asesinos han sido próceres. Los próceres, tiranos. Los tiranos, reformistas. Y el pueblo, espectador, víctima o cómplice según el momento. La justicia, esa palabra rimbombante que adorna constituciones, ha sido usada como arma o disfraz. Y el resultado es esta frase que repite la calle: en Venezuela, solo paga el pendejo

La historia no ha terminado. La impunidad tampoco. Pero la memoria persiste. Y mientras alguien la escriba, queda abierta la posibilidad de que algún día, la verdad deje de ser un lujo y se convierta en ley. 


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Los crímenes impunes y la conciencia social en la Venezuela pre-Chávez 

“Cuatro crímenes, cuatro poderes”: crónica novelada de la impunidad 

Portada del libro Cuatro crímenes, cuatro poderes (1978), de Fermín Mármol León, un éxito editorial que expuso la conexión entre crimen e influencias políticas en la Venezuela de la época. 

En 1978 el comisario de la Policía Técnica Judicial Fermín Mármol León publicó Cuatro crímenes, cuatro poderes, una novela basada en hechos reales que se convirtió en un fenómeno editorial en Venezuela. En solo seis meses se agotaron tres ediciones (50.000 ejemplares), reflejo del enorme interés público que generó la obra. Mármol León narra en detalle cuatro casos criminales emblemáticos ocurridos entre 1961 y 1973, todos ellos impactantes para la opinión pública en su momento. El hilo conductor que une estos casos es la intervención de distintos “poderes” fácticos (la Iglesia, la política, los militares y las élites económicas) para obstaculizar la justicia y garantizar la impunidad de los culpables. La novela denuncia así la corrupción institucional de la época: según el autor, en Venezuela los culpables podían evadir condenas gracias a sus alianzas con el poder, pese a los esfuerzos de los investigadores honestos. 

Cada uno de los cuatro casos corresponde a un “poder” diferente y revela la forma en que personas influyentes manipularon el sistema judicial para evitar castigos: 

  • Poder Eclesiástico: El libro relata la violación y asesinato de una joven caraqueña (Lídice Cuzati) a manos de su propio hermano, el padre Pedro Cuzati. Pese a las evidencias, el sacerdote fue excarcelado pocos meses después debido a presiones de la alta jerarquía de la Iglesia católica, que alegó falta de pruebas concluyentes. Este caso ilustró cómo la Iglesia, como poder social, intercedió para proteger a uno de sus miembros, impidiendo una condena y causando indignación en la sociedad. 
  • Poder Político: Mármol León narra el asesinato de Hilda de Rosales, esposa de un diputado del Congreso. La víctima murió al explotar una bomba oculta en una imagen religiosa enviada a su esposo, inicialmente interpretado como atentado terrorista. Sin embargo, la investigación apuntó al propio marido (Pedro Rosales) como autor intelectual, pues pocos meses después este contrajo matrimonio con una menor de edad, revelando un posible móvil pasional. El proceso fue entorpecido desde el Congreso, congelando la investigación, y cuando el diputado finalmente perdió su inmunidad parlamentaria, un juez desestimó el caso por “falta de pruebas”. Este episodio mostró cómo la influencia política (la inmunidad y el cabildeo en el Parlamento) logró frenar la acción de la justicia. 
  • Poder Militar: Conocido como “el crimen del ascensor”, este caso trata del asesinato de Dalia Padilla (esposa de un capitán de la aviación). Aunque el capitán Daniel Rondón Plaz llegó a confesar inicialmente haberla matado, luego se retractó. Las pruebas forenses señalaban su culpabilidad, pero altos mandos castrenses intervinieron: el Comandante General de la Aviación logró revocar la orden de detención y obstaculizó la investigación. Al final, la justicia militar declaró inocente al capitán implicado. Aquí se evidenció el corporativismo militar, protegiendo a uno de sus oficiales y consagrando la impunidad bajo el argumento de un supuesto asalto inexistente. 
  • Poder Económico: El cuarto caso, quizás el más célebre, es el secuestro y muerte del adolescente Carlos Vicente “Tomy” Vega. El joven, hijo de una familia acomodada de Caracas, fue raptado por un grupo de muchachos de la alta sociedad caraqueña, quienes solían secuestrar conocidos para financiar su consumo de drogas. Tomy Vega murió por inhalación de monóxido de carbono al ser abandonado en el maletero de un vehículo. Entre los sospechosos figuraban apodos conocidos de hijos de familia adinerada –“Caramelito” Branger, Javier Paredes, Julio Morales, Diego Rísquez, Gonzalo Capecci, Alfredo Parilli y “el Chino” Cano, entre otros– e incluso se señaló la posible complicidad de un hermano de la víctima. Gracias a tecnicismos legales y a los poderosos apellidos involucrados, ninguno de los implicados fue llevado a juicio. Este caso estremeció al país por la perversión moral de un grupo privilegiado y la sensación de que la riqueza y las influencias compraron impunidad

En conjunto, Cuatro crímenes, cuatro poderes expone cómo cada estamento de poder encubrió un crimen, mostrando un patrón sistemático de impunidad. Mármol León –quien investigó personalmente muchos de estos hechos como detective– presenta la novela como una “herramienta de denuncia” contra los atropellos institucionales. El libro causó gran conmoción en la sociedad venezolana, dejando en los lectores un “sabor amargo” al revelar que ciertos grupos de poder en los que se confiaba podían frustrar la justicia. Su estilo directo y dramático atrapó al público y despertó indignación y debate sobre la corrupción judicial. La repercusión fue tal que la obra fue llevada al cine por el director Román Chalbaud en dos películas exitosas (Cangrejo I y Cangrejo II, basadas respectivamente en el caso del niño Vega y el caso del sacerdote Biaggi). 

En el contexto político-social de finales de los años 70, Venezuela vivía el ocaso del boom petrolero y afrontaba crecientes escándalos de corrupción. La aceptación masiva de Cuatro crímenes, cuatro poderes reflejó el hastío ciudadano ante la impunidad: ver hechos reales novelados, con nombres apenas cambiados, confirmó para muchos las sospechas de que “en este país, el que tiene conexiones se salva”. El impacto en la opinión pública fue notable, alimentando un sentimiento de frustración e impotencia colectiva pero también una demanda de transparencia. La obra se convirtió en un best-seller sin precedentes de la literatura venezolana de no-ficción/negra, marcando a una generación de lectores. Como señala Mármol León en el prólogo, su intención fue dejar testimonio de su “lucha sincera por llegar a la verdad” frente a “poderosas influencias de altas esferas” que encubrían a criminales. En suma, este libro emblemático visibilizó el problema de la impunidad en la llamada “Cuarta República” y contribuyó a que la sociedad lo discutiera abiertamente. 

Francisco Herrera Luque y la psicología del venezolano: identidad e historia patológica 

Otro aporte fundamental al debate sobre la identidad nacional y los “males estructurales” del país provino de las obras del escritor, médico psiquiatra e historiador Francisco Herrera Luque. En particular, su ensayo histórico Los viajeros de Indias (publicado originalmente en 1961) y sus estudios sobre la “psicopatología del venezolano” ofrecieron una interpretación novedosa y polémica del carácter colectivo venezolano. A partir de su tesis doctoral en psiquiatría, Herrera Luque planteó que muchos de los problemas sociales y conductuales de Venezuela tienen raíces históricas profundas en la época de la Conquista y la Colonia. Los viajeros de Indias analiza el origen psicológico, genético y social del venezolano a través del estudio de los conquistadores españoles que poblaron el país, sugiriendo que la sociedad venezolana heredó una “sobrecarga psicopática” de aquellos primeros pobladores. 

La tesis central de Herrera Luque –desarrollada luego en forma accesible en sus novelas y ensayos– es que Venezuela fue una colonia de “tercera categoría” para el Imperio español, que no recibió el mismo empeño civilizatorio que otras regiones más ricas (como México o Perú). En palabras del propio autor y de analistas posteriores, la Corona envió a Tierra Firme individuos de baja ralea, aventureros desalmados y criminales que hicieron de conquistadores. Este origen violento y caótico habría dejado una huella imborrable en la psique nacional. Los viajeros de Indias describe con detalle las andanzas crueles de conquistadores como Cristóbal Colón y sus sucesores, quienes no dudaban en matar y saquear sin escrúpulos, así como su tendencia a la mezcla racial desordenada (engendrando decenas de hijos fuera del matrimonio con indígenas y esclavas). Herrera Luque argumentaba que esta carga de comportamientos antisociales se transmitió de generación en generación, moldeando rasgos colectivos de los venezolanos. 

Esta interpretación chocó frontalmente con las teorías sociológicas predominantes a mediados del siglo XX. En los años 60 y 70, la mayoría de intelectuales venezolanos explicaban la delincuencia y la violencia desde factores socioeconómicos (pobreza, marginalidad) o políticos, no genéticos. De hecho, la aparición de Los viajeros de Indias “despertó polémicas” inmediatas, sobre todo desde el sector marxista, que criticó el biologicismo de Herrera Luque y sostuvo que la criminalidad obedecía principalmente al entorno social. Autores de la talla de Arturo Uslar Pietri, Augusto Mijares o Luis Beltrán Guerrero –importantes humanistas de la época– también emitieron análisis críticos sobre la obra. Hubo incluso “críticas feroces e insultantes” por parte de colegas académicos, según recordó el propio Herrera Luque, quien lamentó el “odio irracional” de algunos detractores. El debate tocaba temas sensibles: hablar de una “herencia psicopática” podía recordar teorías racistas o eugenésicas ya desprestigiadas tras la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, Herrera Luque insistió en que su enfoque –inspirado en la psicohistoria– no pretendía justificar el determinismo biológico, sino incorporar la dimensión psicológica e histórica al entendimiento de nuestros males nacionales. 

Con el tiempo, muchas de las ideas de Herrera Luque ganarían amplio eco popular, aunque siguieron siendo vistas con recelo por parte de la academia tradicional. Sus libros se convirtieron en best-sellers en las décadas de 1970 y 1980, conquistando a un público masivo que encontraba en ellos explicaciones noveladas pero verosímiles de la historia venezolana. Novelas como Boves, el urogallo (1972), La casa del pez que escupe el agua (1975) o Los amos del Valle (1979) combinaban investigación histórica rigurosa con personajes vívidos y análisis psicológicos de caudillos, próceres y aristócratas. Esta fórmula hizo de Herrera Luque uno de los autores más leídos de Venezuela en el siglo XX. Durante años fue algo así como un “historiador extraoficial” para el venezolano común: muchas personas citaban hechos diciendo “lo leí en Herrera Luque”, lo que habla de su influencia cultural en la formación de una conciencia histórica popular. Aunque los especialistas lo miraban con suspicacia (lo consideraban un outsider por no ser historiador profesional, sino psiquiatra de formación), hoy en día incluso la academia ha revalorado su obra y reconoce que aportó reflexiones válidas sobre nuestra identidad. 

¿En qué consistía, entonces, la “psicopatología del venezolano” según Herrera Luque? En sus ensayos y declaraciones, el autor perfiló una serie de rasgos de personalidad colectiva derivados de aquella carga histórica: “El venezolano es locuaz, niega lo trascendente con actitud de bromista crónico, y bajo una efusividad aparente esconde la envidia y la tendencia a desvalorizar a quienes sobresalen”. También señaló una “extraña afición al alcohol” que despierta agresividad feroz y violencia destructiva en nuestra gente. Para Herrera Luque, estos defectos no significan que todos los venezolanos sean criminales o clínicamente enfermos, sino que se traducen en trastornos de conducta cotidianos: por ejemplo, la viveza criolla (picaresca) elevada a virtud, la mentira y el cinismo en la interacción social, la irresponsabilidad y la obsesión por el poder y la riqueza rápida. Un colega psiquiatra, Luis José Uzcátegui, resumió esas personalidades psicopáticas describiéndolas como estilos de comportamiento nocivo marcados por “el cinismo, la mentira, la irresponsabilidad y la avidez enfermiza de poder”. En contraste, quien no se adapta a ese patrón suele ser tildado de “pendejo” (tonto) en la cultura popular. De hecho, en la clasificación jocosa de Herrera Luque, el venezolano típico oscila entre ser irresponsable, pícaro o pendejo, o alguna combinación de las tres cosas. 

Más allá de la anécdota, estas generalizaciones buscaban explicar fenómenos sociales recurrentes: ¿por qué Venezuela cayó repetidamente en caudillismos violentos?, ¿por qué la corrupción y la anarquía parecían crónicas?, ¿por qué costaba tanto construir instituciones sólidas? La respuesta de Herrera Luque fue su teoría de la “historia detenida”: la nación estaría presa de un ciclo que repite comportamientos del pasado una y otra vez, sin aprender de ellos. “Lo que ocurrió hace 100 o 200 años, volverá a suceder”, decía, sugiriendo que no hemos roto el patrón histórico-psicológico. Esta idea, polémica en su momento, ahora podría interpretarse a la luz de conceptos modernos como la influencia de la cultura política o la “memoria genética” (epigenética social). En cualquier caso, puso sobre la mesa un tema crucial: la necesidad de conocernos a nosotros mismos como sociedad, afrontar nuestros traumas fundacionales y nuestros vicios aprendidos. 

En términos de recepción crítica y social, la obra de Herrera Luque tuvo el mérito de fomentar un debate nacional sobre la identidad y los problemas estructurales del país. Sus libros invitaron a la sociedad a mirarse en el espejo histórico sin maquillajes heroicos. Muchos lectores por primera vez se preguntaron si características como el autoritarismo militar, el clientelismo o la viveza criolla provenían de patrones culturales arraigados desde la Colonia. Esta reflexión masiva sobre “lo que somos y por qué somos así” fue, sin duda, una influencia cultural perdurable de Herrera Luque. Incluso en la educación informal, sus novelas y ensayos popularizaron figuras históricas y episodios antes conocidos solo por especialistas, pero reinterpretados críticamente. Así, personajes como el caudillo colonial José Tomás Boves (a quien en Boves, el urogallo retrata casi como un psicópata surgido de la marginalidad española) o la aristocracia caraqueña (Los amos del Valle) pasaron al imaginario colectivo con matices nuevos –más humanos, más oscuros– que provocaron discusiones sobre el origen de nuestras élites y nuestros conflictos. 

No menos importante, Herrera Luque fue pionero en señalar problemas psicosociales que luego cobrarían relevancia. Por ejemplo, destacó la dependencia del petróleo como factor que acentuó vicios nacionales: al convertirnos en una sociedad rentista, afirmó que el venezolano “se ha hecho 100% dependiente del petróleo, reforzando sus vicios y negando la posibilidad transformadora”. Esto en los años 80 era una alerta temprana sobre la cultura rentista y la falta de disciplina productiva. También anticipó las fracturas de la Venezuela contemporánea en su novela 1998 (publicada póstumamente), una distopía que imaginaba la desintegración del país en ese año –justamente cuando ocurrió el cambio político real–. Todo ello demuestra la vocación visionaria que muchos reconocen ahora en su obra. En resumen, Francisco Herrera Luque, con Viajeros de Indias y sus demás escritos, abrió un espacio para discutir la psicología colectiva del venezolano, nuestras taras históricas y las posibles vías para superarlas. Fue un debate que, aunque iniciado antes de la era chavista, cobró mayor sentido a la luz de la crisis nacional que estallaría en las décadas siguientes. 

Casos emblemáticos de impunidad antes de 1999: crímenes sin castigo 

Además de las reflexiones literarias y ensayísticas, la Venezuela “prechavista” (es decir, previa a la llegada de Hugo Chávez al poder en 1999) estuvo marcada por numerosos escándalos de impunidad. Varios crímenes y casos de corrupción altamente notorios quedaron sin resolver o sin castigo efectivo, alimentando la percepción de un sistema judicial débil y selectivo. A continuación se detallan algunos casos emblemáticos –desde tramas político-policiales hasta masacres– que ilustran esa realidad: 

La “Manzopol” (1988): policía paralela y corrupción impune en tiempos de Lusinchi 

Durante el gobierno de Jaime Lusinchi (1984-1989) estalló el escándalo de la “Manzopol”, nombre con que la prensa denominó a una red parapolicial clandestina operada desde el Ministerio de Justicia. En 1988, investigaciones periodísticas –encabezadas por el entonces periodista y político José Vicente Rangel– revelaron que el ministro de Justicia José Manzo González había creado y financiado en secreto un cuerpo policial paralelo, al margen de las instituciones oficiales. Este grupo armado, apodado “Manzopol” (por Manzo + policía), realizaba operaciones encubiertas supuestamente para combatir el narcotráfico y la subversión, pero fuera de todo marco legal. Se llegó a alegar que la Manzopol operaba con fondos extraoficiales, posiblemente provenientes de la DEA estadounidense, aunque esto nunca se comprobó totalmente. 

El caso causó un gran revuelo mediático y político. Salieron a la luz documentos (“libros internos”) y vídeos que detallaban la estructura de esta policía paralela. La opinión pública reaccionó con indignación ante la idea de un “Ministro vigilante” que, violando la ley, armaba su propio cuerpo de seguridad. Bajo intensa presión de la prensa y la ciudadanía, el ministro Manzo González se vio forzado a renunciar en marzo de 1988. El presidente Lusinchi destituyó a algunos funcionarios cercanos al ministro, intentando atajar el escándalo. Sin embargo –y este es el aspecto clave– no hubo consecuencias penales: se abrieron investigaciones en la Fiscalía, pero “no se presentaron imputaciones” formales ni juicios contra Manzo ni otros implicados. Todo quedó en pesquisas administrativas y en la renuncia como única sanción política

Este desenlace reforzó la percepción de impunidad. La llamada “Manzopol” había evidenciado los graves niveles de corrupción y abuso de poder dentro del propio Estado (un ministro creando fuerzas parapoliciales ilegales) y, aun así, nadie terminó tras las rejas. El comentario en la calle era que Manzo “se fue de rositas”. Para organismos de derechos humanos, este caso demostró la falta de autonomía del poder judicial frente al poder político: la influencia de Manzo y sus aliados logró frenar cualquier avance judicial. Al final, la red clandestina se desmanteló discretamente, pero sin castigo a los responsables. En la memoria colectiva, “la Manzopol” devino sinónimo de corrupción policial de alto nivel. El hecho de que un ministro del Interior (justicia) participara en actividades ilícitas y saliera indemne minó aún más la credibilidad de las instituciones en los años previos a 1999. 

Ramón Carmona Vásquez: Silenciado por denunciar 

El abogado penalista Ramón Carmona Vásquez fue asesinado el 28 de julio de 1978 en Caracas. Había anunciado que revelaría pruebas de corrupción dentro de la Policía Técnica Judicial (PTJ), específicamente contra su director, Manuel Molina Gásperi. Carmona fue acribillado por miembros del Grupo de Apoyo Táctico Operacional (GATO), una unidad élite de la PTJ. Aunque algunos autores materiales fueron condenados, Molina Gásperi nunca enfrentó juicio y murió en un accidente aéreo en 1986. La viuda de Carmona luchó durante años por justicia, y en 2007 el TSJ ordenó una indemnización por daños y perjuicios .Wikipedia+14Mercado

 Renny Ottolina: ¿Accidente o conspiración? 

Renny Ottolina, carismático animador y candidato presidencial, murió el 16 de marzo de 1978 en un accidente aéreo mientras se dirigía a Porlamar. Aunque las autoridades atribuyeron el siniestro a errores del piloto y condiciones climáticas adversas, persisten teorías de conspiración. Se cuestiona la rapidez con la que se destruyeron los restos de la aeronave y la falta de una investigación exhaustiva . Ottolina representaba una amenaza para el status quo político, y su muerte dejó un vacío en la política venezolana.

Otras masacres y crímenes no resueltos: El Amparo, el Caracazo y más 

Varias violaciones graves de derechos humanos ocurridas en las décadas de 1980 y 1990 también quedaron impunes, dejando heridas abiertas en la sociedad. Dos casos destacan por su notoriedad y simbolismo: 

  • La Masacre de El Amparo (1988): Ocurrió el 29 de octubre de 1988 en El Amparo, estado Apure, cuando 14 hombres humildes que se encontraban de pesca en los caños fronterizos fueron acribillados por un comando conjunto de policías y militares del llamado Comando Específico José Antonio Páez (CEJAP). Los autores –agentes de la DISIP (policía política) y de la armada venezolana– presentaron a las víctimas como “guerrilleros subversivos” abatidos en combate, pero en realidad eran pescadores desarmados. Solo dos personas sobrevivieron para contar la verdad, escapando milagrosamente de la matanza. La versión oficial inicial calificó el hecho como un éxito contra la guerrilla, pero periodistas, la iglesia y organizaciones de derechos humanos descubrieron la farsa. A pesar de las pruebas de ejecución extrajudicial, el caso fue llevado a la justicia militar, que cerró filas en torno a los suyos: los responsables fueron absueltos alegando que actuaron en legítima defensa durante un enfrentamiento armado inexistente. Peor aún, los propios sobrevivientes (Wolmer Pinilla y José Arias) fueron acusados de rebelión por los tribunales militares, en un intento de silenciar sus testimonios. Posteriormente, gracias a la presión internacional, la competencia pasó a la justicia ordinaria, pero esta tampoco avanzó debido a trabas y encubrimiento sistemático. Documentos revelaron maniobras legales destinadas a “garantizar la impunidad” en cada etapa del proceso. Finalmente, en 1993 un juez militar dictó sobreseimiento (archivo) del caso, dejando libres a todos los efectivos implicados. Solo mediante la intervención de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (sentencia de 1996) el Estado venezolano reconoció años después su responsabilidad y tuvo que indemnizar a familiares, pero ningún perpetrador fue encarcelado. Esta masacre, emblemática por la crueldad y el encubrimiento que le siguió, se recuerda como un ejemplo paradigmático de impunidad de la era prechavista: un sector de la población quedó desamparado (nunca mejor dicho, dada la localidad) ante la injusticia. Cada aniversario, ONG como PROVEA lamentan que “34 años después, la masacre de El Amparo sigue en vergonzosa impunidad”
  • El Caracazo (1989): El 27 de febrero de 1989 estalló en Caracas y otras ciudades una serie de protestas populares, saqueos y disturbios desencadenados por un paquetazo económico al inicio del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez. La caótica situación llevó al gobierno a suspender garantías constitucionales y ordenar al Ejército restablecer el orden (Plan Ávila), resultando en una represión militar y policial masiva. Durante días, las fuerzas del orden actuaron con mano dura en los barrios: hubo disparos contra civiles, detenciones arbitrarias y numerosas denuncias de ejecuciones. El saldo oficial de muertos fue de 276 personas, pero organizaciones como Cofavic documentaron al menos 380 fallecidos identificados (y se presume que la cifra real supera los 500 o incluso 1.000). Muchos cadáveres jamás fueron reclamados, algunos enterrados en la fosa común conocida como La Peste. Este trágico evento marcó a Venezuela y se considera el germen de la crisis política posterior, pero no tuvo consecuencias judiciales inmediatas. Ningún alto funcionario, oficial militar ni policía fue condenado en los años 89-98 por las violaciones de derechos humanos cometidas en el Caracazo. Los hechos quedaron “en la impunidad desde 1989 hasta 1998”, sin procesos penales serios ni reparaciones a las víctimas en ese período. Solo tras el cambio de gobierno en 1999 se reabrió el caso: la nueva Corte Suprema lo declaró crimen de lesa humanidad (imprescriptible) y el Estado reconoció su responsabilidad ante instancias internacionales, iniciando pagos de indemnizaciones. Pero en cuanto a justicia penal, prácticamente ningún perpetrador individual enfrentó castigo; los mandos militares involucrados se retiraron sin cargos y la verdad judicial quedó inconclusa. El Caracazo se convirtió así en un símbolo nacional de impunidad estatal. Para muchos venezolanos, ver cómo la democracia puntofijista ocultó o excusó la masacre –hablando de “excesos aislados” en vez de asumir la magnitud de la violación de derechos– minó la confianza en las instituciones. Las imágenes de los cuerpos y la ausencia de justicia abonaron el terreno para un discurso antisistema. Como señaló años después un reportaje de la BBC, el profundo malestar que dejó el Caracazo fue “una de las razones de la aparición en la escena política del comandante Hugo Chávez”, quien capitalizó esa indignación popular. 

Además de estos casos, la lista de hechos notorios no resueltos en la Venezuela prechavista es larga. Incluye escándalos de corrupción económica como el Caso RECADI (un fraude multimillonario en el sistema de control cambiario entre 1984-89, donde se malversaron hasta 36.000 millones de dólares sin que los responsables –cercanos al entorno presidencial– recibieran castigos proporcionales). También casos sonados como el “Sierra Nevada” (compra irregular de buques de guerra en los 70), el Caso del iHub (contrabando militar descubierto en 1993), o asesinatos políticos de alto perfil cuyas tramas nunca se esclarecieron del todo (por ejemplo, el homicidio del fiscal Danilo Anderson en 2004, aunque este último ocurrió ya iniciado el chavismo). Cada uno de ellos alimentó la percepción de un país donde “el que tiene padrino no muere infierno”. En las décadas de los 80 y 90, organizaciones civiles como PROVEA y medios independientes documentaron que más del 90% de las violaciones de derechos humanos no llegaban a sentencia condenatoria, lo que definieron como impunidad estructural

Conciencia social y sed de justicia en la antesala del chavismo 

Los libros y casos reseñados arriba no solo describen crímenes e injusticias, sino que también reflejan una tendencia profunda de la sociedad venezolana en las postrimerías del siglo XX: la búsqueda de justicia y de explicación ante un orden percibido como corrupto. Antes de la llegada de Hugo Chávez, Venezuela vivió una larga etapa democrática (1958-1998) con innegables logros, pero empañada por la sensación creciente de que muchos delitos –sobre todo de los poderosos– quedaban impunes. En respuesta a ello, distintos actores de la sociedad civil alzaron la voz: escritores, periodistas, académicos, activistas de derechos humanos e incluso policías honestos utilizaron las herramientas a su alcance para exponer esas patologías sociales y exigir correctivos. 

Así, la publicación de Cuatro crímenes, cuatro poderes en 1978 mostró a un público masivo verdades incómodas: que ni la Iglesia, ni el Congreso, ni las Fuerzas Armadas, ni las élites económicas estaban libres de culpa en la corrupción de la justicia. El impacto popular de esa obra indicó que había una conciencia ciudadana en efervescencia, deseosa de conocer la verdad y de indignarse ante la impunidad. De forma similar, Francisco Herrera Luque, desde la ficción histórica y el ensayo, invitó a la sociedad a hacer un examen introspectivo: nos preguntó si llevábamos en nuestros genes culturales la repetición de ciclos de violencia, caudillismo y viveza. Sus tesis podían ser debatidas, pero calaron en mucha gente común que empezó a discutir sobre “el carácter del venezolano” en plazas, aulas y cafés. En otras palabras, estos autores fomentaron un debate nacional sobre nuestra identidad y nuestros males, y en ese debate subyacía una voluntad colectiva de cambiar el rumbo. Reconocer defectos históricos –así fueran planteados de modo polémico– era el primer paso para superarlos. 

Al mismo tiempo, los eventos traumáticos de las décadas de 1980-90 fueron abriendo los ojos de amplios sectores. Cada caso de impunidad resonante (las masacres no castigadas, los desfalcos sin presos, los escándalos silenciados) contribuía a un clima de frustración e indignación. Por ejemplo, tras el Caracazo de 1989, muchos jóvenes y líderes emergentes –Chávez entre ellos– concluyeron que la democracia representativa estaba agotada moralmente, al ser incapaz de hacer justicia por cientos de muertos inocentes. De igual forma, al conocerse la verdad de El Amparo, la reacción de horror y solidaridad (especialmente en zonas rurales y entre organizaciones religiosas) demostró que la sociedad no quería seguir tolerando atropellos militares encubiertos. La presión de la opinión pública interna e internacional logró, por primera vez, que un gobierno venezolano (el de transición de 1994) pidiera perdón parcial por una masacre y que se indemnizara a víctimas –aunque los culpables directos no pagaran con cárcel. Cada uno de estos pasos fue forjando una mayor conciencia de derechos humanos en la ciudadanía. 

No obstante, la constante falta de castigo efectivo produjo un desgaste enorme en la confianza hacia las instituciones. A fines de los 90, encuestas de la época mostraban que términos como “tribunales”, “Congreso” o “policía” tenían baja credibilidad ante la gente, percibidos como instrumentos de los ricos y poderosos. Esa percepción alimentó la idea de que era necesaria una “revolución” o, al menos, una refundación del Estado para romper con la inercia de la impunidad. La campaña electoral de Hugo Chávez en 1998 se nutrió precisamente de ese sentir: prometió acabar con la “vieja política” corrupta, llamar a una Constituyente y hacer justicia social. No es casual que en sus discursos tempranos Chávez citara eventos como el Caracazo y los escándalos financieros de los 80 como ejemplos de la “podredumbre de la IV República”. En gran medida, el éxito de su mensaje se explica porque recogió las ansias de justicia acumuladas en el pueblo. En palabras de la historiadora Inés Quintero, “Chávez no inventó la indignación, la capitalizó: llegó cuando la población estaba hastiada de corrupción y clamando por un redentor”. 

En conclusión, los libros y casos analizados actuaron como catalizadores de la conciencia social venezolana antes de 1999. Obras como las de Mármol León y Herrera Luque divulgaron y explicaron las patologías de la nación –desde la impunidad judicial inmediata hasta los atavismos históricos de nuestro comportamiento–, mientras que los casos de impunidad real pusieron a prueba la paciencia colectiva. La sociedad venezolana, a través de sus periodistas valientes, sus organizaciones civiles (COFAVIC, PROVEA, Amnistía Internacional local, etc.) y sus escritores, no se quedó callada: buscó documentar la verdad, protestar y proponer cambios. Ese espíritu de búsqueda de la justicia y de autocrítica nacional es parte fundamental de la Venezuela prechavista. Sin él, quizás la “revolución bolivariana” no habría encontrado tierra fértil. Paradójicamente –y esto rebasa el alcance de esta pregunta–, el fenómeno chavista traería sus propias formas de impunidad, pero la diferencia es que para entonces ya existía en la ciudadanía una narrativa consolidada sobre el derecho a la justicia y la tolerancia cero a los abusos de poder, narrativa forjada precisamente en aquellos años anteriores. En suma, la Venezuela de fines del siglo XX estaba profundamente marcada por la dualidad entre la impunidad persistente y la lucha por superarla, una tensión que definió el rumbo histórico al entrar al nuevo milenio. 

Fuentes: El Nacional; Tal Cual; Crónica Uno; Últimas Noticias; Biblioteca UCV; PROVEA; sentencias CIDH; Cuatro crímenes, cuatro poderes de F. Mármol León; ensayos y novelas de F. Herrera Luque; entrevistas y análisis históricos. 


El Hanibal Lecter del set caraqueño. 

El caso Edmundo Chirinos: psiquiatra venezolano condenado por homicidio 

Antecedentes y detalles del caso judicial 

Edmundo Chirinos, renombrado psiquiatra venezolano de 74 años en 2008, fue acusado y posteriormente condenado por el asesinato de Roxana Vargas, una joven estudiante de 19 años que era su paciente. Vargas, quien estudiaba Comunicación Social en Caracas, había acudido a la consulta de Chirinos en 2007 por depresión y trastornos alimenticios – incluso por recomendación de su propia madre, quien confiaba en el médico tras haber sido su paciente años antes. Chirinos diagnosticó a la joven con depresión y esquizofrenia, y le aplicó una controvertida “terapia de sueño” que implicaba sedarla frecuentemente. Lejos de mejorarla, este tratamiento derivó en una relación indebida de codependencia y abuso sexual: la paciente pasó de ser paciente a amante del médico, aprovechando él su vulnerabilidad emocional. 

Edmundo Chirinos, eminente psiquiatra y figura pública en Venezuela, fue detenido y juzgado en 2010 por el homicidio de Roxana Vargas, una joven paciente con la que mantenía una relación

El 14 de julio de 2008 el cadáver semidesnudo de Roxana Vargas fue hallado en un terreno baldío de Parque Caiza, a las afueras de Caracas, con visibles signos de violencia en el rostro y la cabeza. La autopsia reveló siete fracturas craneales premortem; la causa de muerte fue traumatismo craneoencefálico severo. En un principio las autoridades barajaron varias hipótesis ajenas a Chirinos –desde un asalto común o “secuestro exprés” hasta un móvil político, dado que la joven era pasante en el canal opositor RCTV– pero nada ligaba esos escenarios con la víctima. Sin embargo, pronto salieron a relucir pistas reveladoras: Roxana había llevado un diario personal y un blog donde narraba en detalle su relación sentimental con el psiquiatra, incluyendo incidentes de abuso. Familiares (su madre) y amigos sabían de ese vínculo, por lo que desde el inicio señalaron a Chirinos como sospechoso principal, aún antes de que hubiera pruebas forenses. 

Las investigaciones del CICPC reunieron evidencia contundente contra Chirinos. Se confirmó que el día de la muerte Roxana había tenido varias llamadas telefónicas con su psiquiatra, siendo él la última persona en contactar con ella. Al allanar el consultorio de Chirinos se descubrieron rastros de sangre de la víctima, así como un zarcillo (arete) de Roxana extraviado en la escena. Además, se incautaron tres fotografías tomadas por Chirinos donde aparecía Roxana inconsciente y desnuda, prueba inequívoca de que había abusado sexualmente de ella durante las “terapias de sueño”. Cuando fue citado a declarar en 2008, Chirinos se declaró totalmente inocente, calificando el caso de “gran mentira” y alegando ser víctima de una confabulación. En una entrevista televisiva ese año llegó a preguntar indignado “¿Por qué una joven, de las tantas que asesinan todos los fines de semana, la relacionan justamente conmigo? ¿Porque fue paciente mía?”, intentando minimizar la conexión. No obstante, las pruebas materiales hablaron más fuerte que sus negaciones. 

Chirinos fue detenido a finales de julio de 2008, apenas 15 días después del crimen. El proceso judicial culminó dos años más tarde: en septiembre de 2010, el Tribunal 5º de Juicio de Caracas lo declaró culpable de homicidio intencional y lo condenó a 20 años de prisión. La sentencia detalla con precisión la responsabilidad de Chirinos en el asesinato de su paciente, estableciendo que el médico se aprovechó de la relación médico-paciente para sedarla y violentarla. Chirinos, de 75 años al momento del fallo, fue recluido en la cárcel Yare III (estado Miranda). En 2011 intentó evadir la condena solicitando un indulto presidencial a Hugo Chávez –argumentando su edad y salud frágil–, lo que generó gran indignación pública. No obtuvo tal perdón, aunque en 2012 sí logró una medida humanitaria de casa por cárcel debido a un accidente cerebrovascular que dejó secuelas en su movilidad y habla. Finalmente, Edmundo Chirinos falleció en agosto de 2013 bajo arresto domiciliario, a los 78 años, a causa de otro accidente cerebrovascular masivo. 

“Sangre en el diván”: el libro que documenta el caso 

La macabra historia de Edmundo Chirinos y Roxana Vargas fue recogida en el libro “Sangre en el diván: El extraordinario caso del Dr. Chirinos”, escrito por la periodista venezolana Ibéyise Pacheco. Publicado originalmente en 2010 (Editorial Grijalbo) tras el juicio, este libro-reporte resultó un éxito de ventas en Venezuela. Pacheco, reconocida por su periodismo de investigación, entrevistó extensamente al propio Chirinos en numerosas sesiones durante la fase de reclusión, con el fin de indagar en la mente del psiquiatra homicida. El resultado es una crónica escalofriante que combina el relato del crimen con las confesiones y divagaciones del doctor, revelando su personalidad narcisista y manipuladora en primera persona. La autora reconstruye los pormenores del caso: desde el momento en que Roxana y Chirinos se conocen, pasando por los escritos de la joven (su blog y diario, piezas clave en la investigación), las evidencias halladas en consultorios y residencias, hasta el proceso judicial y la sentencia final. 

El libro tuvo gran recepción mediática y popular. Fue uno de los títulos más vendidos de la década en Venezuela, generando amplio debate sobre el abuso de poder y la violencia sexual. Críticos elogiaron la minuciosidad de la investigación y la crudeza con que expone los hechos reales. Aunque algunos lectores notaron fallas estilísticas o apresuramiento en la redacción, la mayoría coincidió en que se trata de un testimonio imprescindible que “conmovió a la sociedad venezolana” por la veracidad y dureza de lo narrado. La trascendencia de Sangre en el diván llevó a que fuera adaptado al teatro en forma de monólogo. El actor Héctor Manrique dramatizó al Dr. Chirinos sobre las tablas, utilizando prácticamente las mismas palabras que este le confió a Pacheco en sus entrevistas. Estrenado en 2014 por el Grupo Actoral 80, el monólogo (basado en el capítulo “El delirio” del libro) tuvo temporadas exitosas en Venezuela, España, Chile y Estados Unidos, recibiendo premios de la crítica y llenando salas. La adaptación teatral y una posterior serie documental ayudaron a difundir aún más la historia, acercándola a públicos internacionales. En conjunto, el libro de Ibéyise Pacheco y sus derivados han sido valorados como un aporte valiente al periodismo investigativo, sacando a la luz un caso que combina crimen, poder y psicopatía en la Venezuela contemporánea. 

Controversias: de eminencia respetada a escándalo público 

Previo al escándalo, Edmundo Chirinos gozaba de enorme prestigio en la sociedad venezolana. Nacido en 1935, acumuló credenciales impresionantes: fue médico psiquiatra con posgrados en Londres, Cambridge y otras universidades europeas, autor de más de 700 trabajos académicos, y alcanzó altos cargos como rector de la Universidad Central de Venezuela (1984-1988). Incluso incursionó en política: fue candidato presidencial en 1988 (por el Partido Comunista, obteniendo 0,8% de votos) y miembro electo de la Asamblea Constituyente de 1999 que redactó la nueva Constitución, aliado al chavismo. Como profesional, Chirinos era una celebridad intelectual y una voz frecuente en la opinión pública nacional. De hecho, llegó a ser considerado “una de las mentes más brillantes de Venezuela” y uno de los principales líderes de opinión en los años 80. Por su afamado diván pasaron miles de pacientes, incluyendo a tres presidentes de la República –los exmandatarios Jaime Lusinchi, Rafael Caldera y el entonces presidente Hugo Chávez– quienes confiaron en su asesoría psicológica. Su conexión con el poder llegó al punto de que el propio Chávez lo integró extraoficialmente a su círculo de consultores: Chirinos lo aconsejaba para corregir ciertos hábitos (como tics gestuales) y, según testimonio de Pacheco, incluso trató a la primera dama Marisabel Rodríguez para encubrir problemas maritales, ganándose así la confianza del entorno presidencial. Estas relaciones privilegiadas le granjearon a Chirinos una imagen intachable de hombre erudito y honorable. En círculos académicos se le veneraba; jóvenes psicólogos veían en él a un maestro y la gente hacía fila para atenderse en su consulta, asociándolo con una “especie de bienaventurado” dentro de su campo. 

Esta respetabilidad pública contrastaba con un lado oscuro que permaneció oculto durante décadas. Chirinos era conocido también por su vida personal polémica: en entrevistas llegó a jactarse de ser mujeriego empedernido, alardeando “No sabría cuantificar cuántas mujeres he tenido… Casi todas las que han estado conmigo están agradecidas”, normalizando así conductas predatorias con un tono casi pintoresco. Muchos en la sociedad celebraban o minimizaban estas actitudes, viéndolas como excentricidades de un personaje influyente. Antes del crimen, los medios y el público en general lo trataban con deferencia: era el “doctor de los presidentes”, el experto invitado a programas y conferencias, e incluso el aliado político en el proceso constituyente. Después del escándalo, esa percepción dio un vuelco dramático hacia la indignación y la repulsa. La revelación de que un eminente psiquiatra hubiese sedado y violado pacientes, para finalmente matar a una de ellas, sacudió a Venezuela. La opinión pública pasó de la admiración a preguntarse en shock “¿Cómo alguien así, con tantos síntomas de insania, pudo engañar a tantas personas? ¿Cómo consiguió el silencio cómplice de tantos y acumuló tanto poder?”

En un primer momento, hubo reacciones encontradas y controversia mediática. Algunos allegados y pacientes leales de Chirinos se negaron a creer las acusaciones. De hecho, llegaron a formarse grupos en redes sociales que defendían su inocencia, pintándolo como “un noble ciudadano víctima de una loca que quiere mancillar su honor” –en referencia despectiva a Roxana, dada su condición psicológica–. Paralelamente, otros colectivos expresaban solidaridad con las víctimas de acoso y violencia sexual ligadas al psiquiatra, exigiendo justicia. Esta polarización reflejó las contradicciones sociales alrededor del caso: por un lado, la tendencia a culpar o dudar de la víctima (amparada en el prestigio del agresor); por otro, una incipiente consciencia sobre los abusos de poder y la necesidad de creer a las mujeres afectadas. Las conexiones políticas de Chirinos añadieron más tensión. No faltaron quienes especularon que, gracias a sus “contactos en las altas esferas”, podría evadir la cárcel. Sin embargo, la contundencia de las pruebas impidió cualquier encubrimiento: el mismo Hugo Chávez –quien alguna vez fue su paciente y conocido– no intervino a su favor, y Chirinos terminó condenado como cualquier ciudadano común. Es más, cuando en 2011 el exdoctor apeló directamente a Chávez pidiendo clemencia por su edad, la sociedad reaccionó con furia ante la sola idea de que pudiera ser indultado. El gobierno finalmente no concedió ningún perdón y permitió que siguiera su curso la medida humanitaria que dictó la justicia (casa por cárcel por salud). 

El caso Chirinos supuso un quiebre en la conciencia colectiva venezolana. La caída de quien fuera psiquiatra de confianza del poder sirvió para exponer dinámicas de impunidad encubierta por el estatus: durante años ejerció y abusó sin denuncias efectivas, protegido por su fama y relaciones. Colegas y amigos, que antes lo alababan, guardaron silencio o se mostraron incrédulos al saberse la verdad, reacios a comentar públicamente sobre “el polémico doctor” por vergüenza o lealtad mal entendida. Pero tras su condena, la figura de Edmundo Chirinos quedó irremediablemente asociada al crimen y la corrupción moral. La prensa lo tildó del “monstruo del diván” y su nombre se convirtió en sinónimo de violación de confianza médica. Analistas sociales interpretaron su caso como símbolo de “una sociedad en plena y total descomposición” –en palabras de un experto–, interrogándose sobre las fallas éticas de un entorno que permitió que sus delitos ocurrieran bajo sus narices. En definitiva, la máscara respetable de Chirinos se derrumbó, revelando a un depredador sexual y homicida cuya exposición dejó lecciones amargas sobre el abuso de poder, la credulidad social ante las figuras de autoridad y la necesidad de proteger a los más vulnerables incluso de aquellos en quien más se confía. 

Otras víctimas: testimonios silenciados y revelaciones tardías 

El asesinato de Roxana Vargas destapó lo que durante décadas fue un secreto bien guardado: el consultorio de Edmundo Chirinos había sido escenario de numerosos abusos contra mujeres bajo tratamiento. Al profundizar en la investigación, las autoridades encontraron en la residencia del psiquiatra un archivo con 1.200 fotografías de distintas mujeres desnudas o semidesnudas, muchas pacientes sedadas por él durante sesiones de terapia. Algunas de esas imágenes databan de hacía más de 40 años, lo que indica que desde los inicios de su carrera Chirinos se había dedicado a explotar sexualmente a ciertas pacientes aprovechando su estado inconsciente. Sorprendentemente, ninguno de estos casos salió a la luz pública en su momento: las víctimas, en su mayoría, guardaron silencio ya fuera por no recordar claramente los hechos (debido a la sedación), por vergüenza o por temor a no ser creídas dada la influencia del médico. 

No fue sino hasta que el caso Roxana Vargas cobró notoriedad que muchas de esas mujeres ocultas en las fotos fueron identificadas e informadas de lo sucedido. Varias finalmente rompieron el silencio. Durante el juicio en 2010 se presentaron los testimonios de 14 mujeres que afirmaron haber sido víctimas de abusos sexuales por parte de Chirinos bajo circunstancias similares: todas eran pacientes que él sedaba con el pretexto de tratamientos psiquiátricos, para luego tocarlas o fotografiarlas sin su consentimiento. Estos testimonios, sumados a 70 elementos de prueba forense y documental, corroboraron que el comportamiento depredador de Chirinos fue sistemático y extendido en el tiempo. Muchas de ellas nunca antes habían denunciado por miedo o por no tener pruebas claras, y solo tras conocer el destino de Roxana –y ver sus propios rostros en el material incautado– se atrevieron a dar un paso al frente. En palabras de algunos reportes, Roxana “vengó” o reivindicó a estas mujeres, pues gracias a su caso se develó la magnitud de las agresiones que permanecían impunes. 

A medida que se difundieron los detalles, más ex-pacientes de Chirinos reconocieron patrones inquietantes en sus terapias pasadas. Algunas recordaron haber salido confundidas o adormecidas de las consultas, con lagunas en la memoria, sin atinar en su momento a sospechar de un delito. Tras el escándalo, organizaciones de mujeres y víctimas alzaron la voz para visibilizar estas formas de violencia sexual encubierta. La existencia de un grupo de apoyo en redes para las “víctimas de acoso y violencia sexual de Edmundo Chirinos” evidenció que, aunque tarde, la verdad finalmente les dio espacio para ser escuchadas. No obstante, también quedó en evidencia la tragedia de sus silencios: el hecho de que un profesional con tanto poder pudiera “hacer y deshacer bajo la complicidad de muchos” por años, habla de fallas profundas en los mecanismos de denuncia y en la credulidad hacia las figuras de autoridad. 

En última instancia, el caso Edmundo Chirinos no solo llevó justicia para Roxana Vargas, sino que rompió el silencio de decenas de mujeres que cargaron en soledad con experiencias traumáticas. Sentó un precedente importante: a partir de entonces, en Venezuela se miró con mayor sospecha el desequilibrio de poder en la relación médico-paciente y se alentó a posibles víctimas de abuso a denunciar sin importar cuán respetado sea el agresor. El legado doloroso de aquellas pacientes silenciadas encontró eco en los tribunales y en la sociedad, dejando una lección de alerta frente a futuros casos similares. En resumen, la caída de Edmundo Chirinos expuso no solo la monstruosidad individual de un médico criminal, sino también las voces calladas de sus otras víctimas –voces que, aunque tardíamente, terminaron por hacerse escuchar para evitar que historias como esta se repitan. 

Fuentes: El Pitazo, El Diario, Prodavinci, Tal Cual, La Tercera, BBC Mundo, entre otros. (ver referencias en el texto) 



Crónica del caso Danilo Anderson: contradicciones, testigos dudosos e impunidad 

La noche de la explosión y las primeras contradicciones 

El 18 de noviembre de 2004, Venezuela se estremeció. Cerca de la medianoche, dos estruendos sacudieron la urbanización Los Chaguaramos, en Caracas. Eran las explosiones casi simultáneas de un artefacto plástico C-4 colocado bajo el asiento del Toyota Autana del fiscal Danilo Anderson. El vehículo estalló en llamas y se estrelló contra un edificio, carbonizando a su único ocupante. Anderson, de 38 años, regresaba de sus clases de posgrado cuando fue asesinado con una bomba en su automóvil, en lo que rápidamente se calificó como un acto de terrorismo sin precedentes recientes en el país. La noticia conmocionó a Venezuela entera: tanto figuras del chavismo como de la oposición –e incluso la Iglesia Católica– condenaron el crimen. 

Sin embargo, desde las primeras horas tras el atentado afloraron incongruencias en la investigación oficial. Dentro del propio Ministerio Público, colegas de Anderson susurraban críticas sobre el mal manejo de la escena del crimen por parte de las autoridades. La respuesta oficial pareció apresurada y cambiante. El entonces fiscal general, Isaías Rodríguez, llegó a declarar enfáticamente que “llenaría un autobús con los culpables” del asesinato, sugiriendo una amplia conspiración. Inicialmente el hecho fue catalogado como “terrorismo”, luego las autoridades lo redefinieron como “sicariato” (un asesinato por encargo) y finalmente volvieron a la tesis de “terrorismo”, todo esto en pocos días. Para una opinión pública ya de por sí conmocionada, estos bandazos en la versión oficial encendieron las alarmas. 

La familia de Danilo Anderson también percibió las contradicciones. Su hermana, Marisela Anderson, expresó públicamente su confusión y dudas ante los múltiples giros que daba la Fiscalía: “El fiscal Isaías Rodríguez ha dado tantas versiones sobre la causa de la muerte de mi hermano que ya no sé qué creer”. A lo único que podía aferrarse la familia era a la esperanza de justicia: “Lo único que quiero es que prueben la culpabilidad de los [hermanos] Guevara… y los otros”, dijo Marisela en medio de la incertidumbre. Pero la ruta hacia la verdad ya estaba enmarañándose desde el inicio. 

Cronología inicial de los hechos 

Para entender el caso, es útil repasar la cronología de aquellos días tumultuosos y las decisiones apresuradas que marcaron la investigación: 

  • 18 de noviembre de 2004 (noche) – Danilo Anderson muere al explotar una bomba en su camioneta en Los Chaguaramos, Caracas. Autoridades y bomberos acuden al sitio; el gobierno de Hugo Chávez condena el hecho como “acto terrorista”. Personalidades oficiales, inesperadamente, también hacen aparición en la escena. 
  • 19 de noviembre de 2004 – El gobierno organiza homenajes póstumos: Anderson es sepultado con honores casi de jefe de Estado, convirtiéndolo en mártir de la “derecha golpista” ante los ojos del chavismo. Paralelamente, surgen rumores de irregularidades en la recolección de evidencias en el lugar de la explosión. 
  • 20–23 de noviembre de 2004 – Se desarrollan operativos policiales opacos contra sospechosos. El 20 de noviembre, Juan Bautista Guevara, primo de unos exfuncionarios policiales (los hermanos Guevara), es detenido sin orden judicial en su casa y desaparecido por agentes policiales. Días después, el 23, sus parientes Otoniel y Rolando Guevara –excomisarios con impecables hojas de servicio– son interceptados: Otoniel es sacado a la fuerza tras hacer chocar su vehículo en El Cafetal, y Rolando es capturado en circunstancias similares. Durante tres días, los Guevara permanecen secuestrados, amordazados, maniatados y torturados en manos de organismos de seguridad sin que medie proceso legal. Serán “aparecidos” después en un montaje. 
  • 23 de noviembre de 2004 – En la madrugada, el abogado Antonio López Castillo –otro sospechoso vinculado al caso– muere a balazos en un supuesto enfrentamiento policial en el centro de Caracas. Su camioneta es tiroteada por agentes que lo seguían; López, hijo de la exsenadora Haydée Castillo, recibe múltiples impactos y fallece, al igual que un funcionario policial en el tiroteo. Horas más tarde, ese mismo día, los hermanos Otoniel y Rolando Guevara “aparecen” milagrosamente: la Guardia Nacional anuncia que los “rescató” al hallarlos atados en una zona rural de Carabobo. En realidad, los propios Guevara luego relatarían que sus captores los llevaron allí para simular un rescate; lo que creyeron que era su liberación resultó ser su captura formal
  • 24 de noviembre de 2004 – Tras el violento abatimiento de Antonio López, las autoridades allanan la casa de sus padres (la exministra Castillo y su esposo) donde supuestamente incautan armas y explosivos. La pareja de ancianos es detenida y acusada por “ocultamiento de armas y explosivos”, aunque luego quedan en libertad condicional por su edad. Su implicación surge solo después de que su hijo muriera a manos de la policía, lo cual siembra dudas sobre si el operativo fue para neutralizar a un testigo incómodo. 
  • 25 de noviembre de 2004 – En otro hecho confuso, el ex policía Juan Carlos Sánchez, de 32 años, muere tiroteado en un motel de Barquisimeto al resistirse a su arresto por el caso Anderson. Las autoridades afirman haber hallado en su vehículo restos de explosivo C-4, ligándolo así con el asesinato de Anderson. Es el segundo sospechoso muerto en menos de 48 horas bajo custodia policial, consolidando un patrón alarmante
  • 26 de noviembre de 2004 – Finalmente, el gobierno anuncia con bombo la captura de los “autores materiales”: los hermanos Rolando y Otoniel Guevara (junto a su primo Juan, detenido días antes) son presentados públicamente como detenidos y señalados por homicidio calificado. La narrativa oficial los describe como agentes de la oposición involucrados en un complot terrorista; se inicia el proceso penal contra ellos, mientras las circunstancias de su arresto (y presunta tortura) son silenciadas. Ese mismo día, con los Guevara ya en prisión y dos otros sospechosos muertos, se da por “esclarecido” el caso en su autoría material, aunque la autoría intelectual seguía supuestamente bajo investigación. 

Esta secuencia vertiginosa de eventos –muertes en enfrentamientos cuestionables, detenciones irregulares y cambios de versión– abonó las sospechas. ¿Se estaba descubriendo la verdad o fabricando culpables a la carrera? Las siguientes fases del caso aumentarían aún más las dudas. 

Poder y sospecha en la escena del crimen: Rangel e Isaías bajo la lupa 

Minutos después de la explosión que acabó con la vida de Danilo Anderson, no solo llegaron bomberos y detectives. Sorprendió la presencia de figuras del más alto nivel político en la propia escena del crimen. El entonces vicepresidente (y exministro) José Vicente Rangel se apersonó inesperadamente en el sitio aquella noche. Su aparición, lejos de tranquilizar, causó suspicacias incluso en la familia de la víctima. Marisela Anderson, la hermana de Danilo, se alarmó al ver a Rangel allí y no dudó en insinuar su posible implicación: “José Vicente está detrás de los banqueros que mi hermano quería meter preso por hechos de corrupción. Nadie me quita de la cabeza esa hipótesis”, declaró al diario El Universal. Para ella, no era inocente que Rangel –figura muy poderosa del gobierno chavista– estuviese tan pronto en el lugar de los hechos. Sospechaba que su hermano, quien investigaba a banqueros y empresarios vinculados al golpe de 2002, había tocado intereses oscuros; en particular, insinuó que Rangel podría haber querido silenciar las denuncias de Anderson contra ciertos banqueros. 

Rangel no era el único alto personero involucrado desde el inicio. El fiscal general Isaías Rodríguez, jefe de Anderson, tomó las riendas de la investigación personalmente y también estuvo presente coordinando acciones poco después del atentado. Desde el primer momento, la versión oficial que construyeron Rangel y Rodríguez apuntó hacia sectores opositores. Hugo Chávez, entonces presidente, se sumó a esa línea: ensalzó a Anderson como un fiscal valiente caído por obra de la “derecha terrorista” y habló de conspiración política detrás del asesinato. Las calles se llenaron de afiches y murales con el rostro de Anderson, elevado a la categoría de héroe mártir del proceso revolucionario. 

Pero mientras el gobierno delineaba esta narrativa, voces críticas comenzaron a cuestionar el rol de esos mismos funcionarios en el caso. ¿Por qué la premura en acusar a opositores específicos antes de una investigación exhaustiva? ¿Por qué altos funcionarios (Rangel, Rodríguez) parecían dirigir la escena del crimen como si ya supieran qué buscar? Años más tarde, un exmiembro de la policía científica, Johan Peña –quien terminó huyendo del país– haría una acusación explosiva: aseguró que el autor intelectual del asesinato de Anderson fue José Vicente Rangel. En 2018, Peña declaró desde el exilio que Rangel, entonces ministro de Interior, habría estado implicado en ordenar el atentado, y agregó un detalle perturbador: según él, Rangel habría citado hasta 22 veces a Anderson antes de su muerte para exigirle que dejara de extorsionar a banqueros involucrados en el golpe de 2002. Es decir, si damos crédito a este testimonio, Rangel sabía que Anderson manejaba una red de extorsión y el conflicto entre ambos escaló al punto de un desenlace fatal. 

Por supuesto, las acusaciones de Peña no han sido validadas judicialmente y provienen de un testigo interesado (él mismo señalado en su momento en el caso). Pero ilustran cómo, con el tiempo, la sombra de la duda también alcanzó a los arquitectos de la investigación oficial. La presencia temprana de Rangel en el lugar del crimen, sumada a los manejos erráticos de Isaías Rodríguez, alimentó teorías de encubrimiento. Para muchos opositores, el gobierno convirtió la muerte de Anderson en una “cacería de brujas” política: más orientada a perseguir a disidentes que a encontrar a los verdaderos culpables. Rodríguez siempre negó ese sesgo político, pero su proceder –como veremos– terminó socavando la credibilidad del caso. 

El “testigo estrella”: un paramilitar de ojos convincentes (y mentiras evidentes) 

En medio de la confusión investigativa, la Fiscalía anunció un giro dramático en 2005: habían encontrado a un testigo clave que develaría la conspiración. Isaías Rodríguez presentó con bombos y platillos al “testigo estrella”, un colombiano llamado Giovanny José Vásquez de Armas, cuya declaración supuestamente vinculaba a prominentes figuras civiles en el complot para asesinar a Anderson. Según la Fiscalía, Vásquez era ex paramilitar de las Autodefensas Unidas de Colombia, actuaba como informante doble de la policía colombiana y de grupos paramilitares, y había huido a Venezuela temiendo por su vida. El hombre, de 36 años, se presentó incluso como médico psiquiatra. Su relato parecía salido de una novela: afirmó que participó en reuniones secretas en Panamá y Maracaibo donde políticos opositores y otros personajes planificaron el asesinato de Danilo Anderson. Este testigo ubicaba a empresarios, exmilitares y hasta una periodista en la cúpula de la conspiración. 

Isaías Rodríguez quedó fascinado con aquel personaje y sus detalles escalofriantes. En rueda de prensa, defendió la credibilidad de Vásquez con un argumento insólito: dijo que al interrogarlo “leí la sinceridad en sus ojos”. El fiscal general admitió que creyó “un 85%” de todo lo que el colombiano le contó y, con base en ese testimonio, tomó decisiones de gran calibre. Muy pronto se emitieron órdenes de detención contra varios opositores de alto perfil a quienes Vásquez implicó: la periodista Patricia Poleo, el banquero Nelson Mezerhane, el general retirado Eugenio Áñez Núñez y el activista anticastrista Salvador Romaní (hijo). Rodríguez los acusó de ser los autores intelectuales que habrían encargado a los ex policías (hermanos Guevara) la ejecución material del atentado. 

El revuelo fue inmediato. Para el sector oficialista, el “testigo estrella” parecía proveer la pieza que faltaba para completar la narrativa: un complot político-financiero de la oposición extrema, con ramificaciones internacionales (paramilitares colombianos), para eliminar a un fiscal incómodo. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que esta estrella comenzara a estrellarse. Periodistas de investigación, medios independientes e incluso autoridades colombianas destaparon serias dudas sobre Giovanny Vásquez. Se descubrió que mucho de lo que decía sobre sí mismo era falso o inconsistente. Por ejemplo, no era realmente psiquiatra ni ostentaba título médico alguno, pese a haberse presentado como doctor. Tampoco había evidencia de que perteneciera a las AUC ni a cuerpos policiales, como él afirmaba. 

Más grave aún, fechas y datos cruciales de su historia no cuadraban. Un periódico obtuvo un informe oficial colombiano que demolió una de las afirmaciones medulares de Vásquez: según el testigo, en cierto día de 2003 se celebró una reunión de los conspiradores en la Ciudad de Panamá, a la cual él asistió. Pero el documento colombiano probaba que en esa fecha Vásquez estaba preso en una cárcel de Santa Marta, Colombia, cumpliendo condena por delitos comunes. Era imposible que hubiera estado en Panamá planeando nada. Este y otros desmontajes de su coartada (como inconsistencias en los perfiles de los complotados y uso de identidades falsas por parte de él) pusieron en entredicho total su testimonio. Básicamente, el testigo estrella había resultado ser un impostor

La reacción de Isaías Rodríguez fue tan contundente como polémica: en vez de reconocer de inmediato la fragilidad de su caso, impuso en enero de 2006 una prohibición a los medios venezolanos para que no informaran más sobre la vida privada ni la fiabilidad de Vásquez. Se instauró una “veda informativa” bajo el pretexto de proteger el debido proceso, pero en la práctica pareció un intento de ganar tiempo y evitar el ridículo público. Durante meses, el “testigo” quedó amparado por un manto de silencio judicial. Aun así, reporteros tenaces continuaron hurgando. La periodista Laura Weffer, del diario El Nacional, logró en agosto de 2006 una hazaña periodística: encontró al propio Giovanny Vásquez y le hizo una entrevista reveladora. En ella, el colombiano –sintiéndose abandonado por sus protectores– admitió que temía por su vida y buscaba asilo, pero sobre todo dejó entrever que todo lo que rodeó su testimonio había sido un gran montaje

Poco después, ante la evidencia abrumadora, Isaías Rodríguez no tuvo más remedio que recular. En una comparecencia ese mismo mes, admitió que había sido engañado por su testigo estrella. Reconoció, por ejemplo, que Vásquez “efectivamente estaba preso cuando se produjo la alegada reunión de Panamá”, confesando: “Me equivoqué, no soy infalible”. También aceptó que lo del título de psiquiatra había sido una farsa: “Esa es una de las cosas en las cuales él me engañó”, explicó, lamentando que el impostor había usado jerga técnica psicológica que lo hizo creíble ante sus ojos entrenados en psicoanálisis. 

La caída de Giovanny Vásquez fue un golpe devastador para la investigación oficial. El caso Anderson, que hasta entonces el gobierno presentaba como prácticamente resuelto (con autores materiales presos y autores intelectuales identificados), quedaba en entredicho. Si el eje de la acusación contra los supuestos cerebros del magnicidio era el testimonio de un mentiroso, ¿qué validez tenían las imputaciones? ¿Y qué pasaba con aquellos que ya habían sido condenados con base en ese testimonio? 

Vale destacar un epílogo a la historia de Vásquez: un año después del juicio, en 2006, el propio testigo se retractó por completo. En una entrevista con la periodista María Angélica Correa, Giovanny Vásquez afirmó sin ambages que “todo el juicio había sido un montaje” orquestado por la Fiscalía de Isaías Rodríguez. Aseguró que recibió 3 millones de dólares para memorizar un guion lleno de falsedades, guion que repitió hasta con siete versiones distintas durante los interrogatorios. Incluso un fiscal del caso, Hernando Contreras, huyó al exilio y desde allí confesó a la misma fuente que “todo había sido un montaje del Gobierno para culpar a alguien por la muerte de Anderson”. Contreras, atormentado, le dijo a Jackeline Sandoval (esposa de Rolando Guevara) que lamentaba haber sido parte de esa farsa: “Yo no debí estar en ese caso, pero estaba de guardia”, se excusó. Estas revelaciones terminaron de pintar un cuadro sórdido: se había fabricado un testimonio falso para sostener acusaciones de alto vuelo político

Tras el derrumbe del “testigo estrella”, la gran trama intelectual del asesinato de Anderson quedó en el aire. Los señalados por Vásquez (Poleo, Mezerhane, Áñez, Romaní) terminaron beneficiándose de la debacle de la Fiscalía: ninguno fue llevado a juicio firme con pruebas sólidas, y el caso contra ellos se diluyó. Pero mientras los presuntos cerebros escapaban al descrédito de la acusación, otros ya habían pagado las consecuencias de este testimonio dudoso: los hermanos Guevara y su primo, presentados desde 2004 como autores materiales, fueron juzgados y condenados antes de que la falsedad de Vásquez saliera a la luz. Para ellos, la justicia llegaría demasiado tarde… o quizá nunca. 

Persecución y juicio: Patricia Poleo en el exilio, los Guevara en la cárcel 

La ofensiva judicial desatada a raíz del testimonio de Giovanny Vásquez afectó a varios blancos. Por un lado, Patricia Poleo, una destacada periodista de oposición, se convirtió en una de las principales acusadas de la autoría intelectual. Poleo, crítica acérrima del chavismo, fue vinculada por el testigo con la planificación del atentado, supuestamente por su cercanía con grupos antichavistas en Miami. Ante la inminente orden de captura en noviembre de 2005, Poleo decidió huir del país y solicitar asilo. Se refugió finalmente en Estados Unidos, desde donde siempre ha negado cualquier implicación y ha denunciado ser perseguida política. En Venezuela, la causa contra ella quedó abierta y estancada: al no presentarse, fue declarada prófuga, pero jamás se le llevó a juicio. A diferencia de otros señalados, Poleo no tuvo oportunidad de limpiar su nombre en tribunales venezolanos; su juicio fue el exilio. 

Los otros supuestos autores intelectuales corrieron mejor suerte dentro de todo. El general retirado Áñez Núñez, el empresario Nelson Mezerhane (copropietario del canal opositor Globovisión) y Salvador Romaní se entregaron a las autoridades cuando fueron imputados en 2005. Estuvieron detenidos algunas semanas, pero a inicios de 2006 lograron enfrentar el proceso en libertad bajo fianza. Tras la revelación del fraude de Vásquez, estos procesos prácticamente se desmoronaron. De hecho, analistas de la época anticipaban que la fase conclusiva del juicio a los autores intelectuales terminaría en sobreseimiento o absolución por falta de pruebas, salvo en el caso de Poleo (imposibilitada de defenderse al estar ausente). Y así fue: con el tiempo, ninguno de los acusados de planificar el crimen resultó condenado. Mezerhane se exilió años después tras otro conflicto con el chavismo; Áñez y Romaní quedaron libres. La gran conspiración opositora que se pintó en un inicio se fue desvaneciendo, al menos en el plano judicial. 

Mientras tanto, los hermanos Guevara y su primo Juan Bautista sí enfrentaron todo el peso del aparato estatal. Su caso constituye la arista más dolorosa y polémica de esta historia. Rolando, Otoniel y Juan Guevara –exfuncionarios de los cuerpos de seguridad, con carreras destacadas pero enemistados con la nueva cúpula chavista– fueron convertidos en los chivos expiatorios ideales. Según relata Jackeline Sandoval (esposa de Rolando Guevara, quien además fue fiscal del Ministerio Público), el gobierno “necesitaba culpables” y fijó la mira en ellos. Como se detalló en la cronología, fueron detenidos de manera irregular (prácticamente secuestrados) y sometidos a torturas durante su interrogatorio inicial. “Les metieron electricidad para torturarlos, y cuando denunciamos dijeron que eran picadas de zancudos”, denunció Sandoval años después, describiendo cínicamente cómo los signos de electrochoques en sus cuerpos fueron atribuidos por autoridades a simples picaduras de mosquitos. 

Aun así, los Guevara sobrevivieron a aquella fase oscura y llegaron con vida al juicio, que inició en 2005. Pero allí se encontraron con una parodia de la justicia, según sus defensores. El juicio oral y público estuvo plagado de irregularidades: por ejemplo, la Fiscalía nunca llamó a declarar a los funcionarios policiales que actuaron en la investigación (esos que supuestamente tenían las pruebas técnicas). En cambio, todo giró en torno al testimonio de Giovanny Vásquez, que la Fiscalía defendió a ultranza en ese momento. De hecho, en el juicio el único elemento que realmente incriminaba a los Guevara era la palabra de Vásquez, pues de los 167 medios de prueba presentados por el fiscal, ninguno vinculaba directamente a los acusados excepto lo dicho por el colombiano. A pesar de lo endeble de esa evidencia única, el tribunal dio pleno valor al testigo. 

El 13 de diciembre de 2005 se dictó el veredicto. En un fallo duramente cuestionado, Rolando y Otoniel Guevara fueron sentenciados a 27 años y 9 meses de prisión cada uno, y Juan Bautista Guevara a 30 años (este último con pena mayor porque le añadieron un cargo de porte ilícito de arma). Sobre este punto, Sandoval ha apuntado un detalle indignante: al momento del secuestro, Rolando portaba su arma de reglamento, la cual le fue robada por los agentes; luego, en la acusación, le imputaron llevar un arma no registrada, cuando era la misma que le habían quitado. Aun así, la sentencia fue confirmada en instancia de apelación (copiando casi textualmente el texto original, en un patrón luego visto en otros juicios políticos). Los Guevara se convirtieron formalmente en reclusos de larga duración, pagando con sus vidas encerradas el crimen de Danilo Anderson. 

Para el chavismo, esas condenas fueron presentadas como justicia ejemplar contra unos “terroristas”. Para muchos observadores independientes, en cambio, representaron el triunfo de un montaje. Años después, al destaparse la verdad sobre el testigo falso, la inocencia de los Guevara empezó a ser defendida con más fuerza por organizaciones de derechos humanos. Ya en 2011, cumpliendo más de 6 años presos, los hermanos Guevara calificaban para medidas alternativas de cumplimiento de pena (por ejemplo, régimen abierto o libertad condicional). Pero tales beneficios les fueron negados sistemáticamente, argumentando razones políticas. Iris Varela, ministra de Asuntos Penitenciarios, llegó a decir que si bien “todos los presos tienen derecho a sus beneficios”, eso no aplicaba a los presos “políticos” –categoría en la que implícitamente situó a los Guevara. “Nosotros fuimos los primeros de la lista de injusticias”, resumiría Jackeline Sandoval, hoy convertida en activista de derechos humanos, refiriéndose a que con el caso Anderson inició en Venezuela una serie de procesos penales viciados contra adversarios del gobierno. 

En paralelo, Patricia Poleo continuó exiliada, al igual que otros involucrados que prefirieron irse del país (Mezerhane, por ejemplo, se fue tras ser perseguido luego por el caso de un banco intervenido). Para 2007, con un nuevo fiscal general en funciones, el caso Anderson había perdido impulso. Nunca se presentaron nuevas pruebas contundentes ni se identificaron otros autores intelectuales aparte de los ya señalados y liberados. En la percepción de muchos, los únicos que terminaron pagando por el crimen fueron aquellos más vulnerables y fácilmente demonizables, como los ex policías Guevara –“los pendejos”, en el argot popular– mientras que los verdaderos cerebros, si es que existieron, quedaron impunes. 

Un asesinato colateral: el extraño caso de Antonio López Castillo 

Un capítulo oscuro dentro de la saga Anderson es el homicidio de Antonio López Castillo, considerado por algunos como parte del encubrimiento. López Castillo, un abogado de 38 años, fue mencionado inicialmente como sospechoso de proveer explosivos o logística en el atentado. Pero jamás llegó a una sala de interrogatorios: fue abatido a tiros por la policía antes de que pudiera hablar. El 23 de noviembre de 2004, apenas cinco días después de la muerte de Anderson, una unidad de seguridad siguió a López por el centro de Caracas. Según la versión oficial, al intentar detenerlo se produjo un tiroteo en el que el abogado sacó un arma y abrió fuego, resultando muerto tras recibir “varios disparos de bala”. En el enfrentamiento falleció también un policía, lo que pareció dar verosimilitud a la tesis de un choque armado real. 

No obstante, el suceso despertó sospechas inmediatas. López Castillo era hijo de una figura política conocida (la exsenadora Haydée Castillo), de tendencia opositora moderada. Su muerte impidió saber qué podía aportar a la investigación. Llamó la atención que horas después de caer abatido, las autoridades allanaran la casa de sus padres, incautando supuestamente armamento de guerra y explosivos. Este hallazgo retrospectivo sirvió para justificar post-mortem la culpabilidad de López en la trama: “ven, tenía C-4 en casa de sus padres”. Pero la secuencia lógica resultaba extraña: si ya lo tenían tan identificado, ¿por qué no arrestarlo con vida? ¿Era necesaria una confrontación letal en plena calle transitada? 

Con los años, la muerte de Antonio López Castillo ha alimentado la teoría de que fue una ejecución extrajudicial para silenciar a alguien que sabía demasiado. De hecho, el expolicía Johan Peña (mencionado anteriormente) afirmó que el caso Anderson inauguró la era de excesos del régimen: “En ese momento se dieron el lujo de asesinar a Antonio López Castillo”, dijo refiriéndose a que su eliminación fue deliberada. Es imposible corroborar tal afirmación de forma independiente, pero la percepción quedó instalada en buena parte de la opinión pública: López Castillo pudo haber sido un chivo expiatorio eliminado para cerrar cabos sueltos

Tampoco hay que olvidar que otro sospechoso, Juan Carlos Sánchez, fue igualmente abatido en Barquisimeto un par de días después. Dos supuestos involucrados muertos en enfrentamientos casi consecutivos es, cuando menos, inusual. Este patrón refuerza la hipótesis de un modus operandi: neutralizar a presuntos autores materiales potencialmente incómodos antes de que hablen o antes de capturarlos vivos. En los expedientes oficiales ambos casos quedaron archivados como bajas en cumplimiento del deber, pero para familiares y defensores de derechos humanos representan puntos oscuros nunca aclarados

Antonio López Castillo, en particular, se volvió una especie de fantasma en la historia: presente solo en las teorías de conspiración. Su muerte privó al caso de un testimonio que podría haber sido revelador. ¿Era realmente parte del plan para asesinar a Anderson o fue incorporado narrativamente después para encajar con la tesis oficial? Nunca lo sabremos a ciencia cierta, pues su voz fue acallada a balazos antes de tiempo. Lo que sí quedó fue el mensaje aleccionador: en el caso Anderson, quienes podrían ofrecer versiones incómodas tendieron a terminar muertos o silenciados, mientras quienes servían a la versión oficial (como el falso testigo) fueron protegidos… hasta que dejaron de ser útiles. 

2025: impunidad, verdades contrapuestas y la lección de que “solo paga el pendejo” 

Han pasado más de 20 años desde aquel noviembre trágico, y el asesinato del fiscal Danilo Anderson continúa envuelto en la polémica y la nebulosa. Oficialmente, el caso está cerrado a medias: se condenó a tres personas (los Guevara) como autores materiales, pero no hay ningún autor intelectual condenado. En la práctica, no existe claridad sobre quién ordenó realmente el crimen. La narrativa que culpaba a un complot opositor perdió credibilidad al derrumbarse el testimonio principal, y jamás se presentaron pruebas independientes que la sostuvieran. Por otra parte, las sospechas de una trama interna de corrupción y extorsión como móvil –que implicaría a personajes del propio entorno de Anderson o del gobierno– tampoco han sido esclarecidas judicialmente. El resultado es un vacío de justicia e información, propicio para que cada sector sostenga su propia versión. 

En la Venezuela de 2025, el legado del caso Anderson es profundamente amargo. Organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales claman que ocurrió una colosal injusticia. De hecho, el expediente ha llegado a instancias internacionales: en abril de 2025, representantes legales de los hermanos Guevara presentaron el caso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, denunciando que su condena fue producto de “un montaje con testigos falsos y lleno de irregularidades procesales”. Solicitaron a la Corte que ordene su liberación inmediata e incondicional, argumentando que son víctimas de violaciones a sus derechos humanos. Jackeline Sandoval –esposa de Rolando, hoy al frente de la Fundación para el Debido Proceso– declaró ante los jueces interamericanos que los Guevara han sufrido torturas, privación arbitraria de libertad y un proceso plagado de “testigos pagados” que constituyó un fraude procesal. La propia Comisión Interamericana recordó cómo en noviembre de 2004 los detenidos fueron torturados mientras se les interrogaba por el atentado, tras ser arrestados sin orden judicial. Todo esto refleja que, más de dos décadas después, la herida sigue abierta

En cuanto a la percepción pública, el caso Anderson se convirtió en sinónimo de impunidad y manipulación política de la justicia. Para el oficialismo y sus seguidores más fieles, Danilo Anderson permanece como un mártir: cada aniversario, voceros gubernamentales evocan su memoria como la de un héroe caído por la Revolución. Existe incluso un monolito conmemorativo en la esquina donde explotó su vehículo, con una inscripción que lo proclama “fiscal valiente” y condena a sus “enemigos del pueblo”. La figura de Anderson fue empleada durante años como símbolo para cohesionar al chavismo frente a supuestos planes desestabilizadores. 

Sin embargo, fuera del discurso oficial, prácticamente nadie cree que se haya hecho justicia verdadera. Amplios sectores de la sociedad, incluidos muchos opositores, consideran que Anderson no fue víctima de quienes el gobierno señaló, sino quizá de sus propias acciones turbias (como el alegado esquema de extorsión) o de luchas intestinas de poder. Ya a inicios de 2005, surgieron denuncias sobre la red de extorsión que operaba en torno a él: el entonces ministro Jesse Chacón llegó a admitir que la investigación interna reveló “dos grupos de abogados, uno enlazando a personas con dinero y otro vinculado con Anderson, que pedía dinero a potentados a cambio de que no fueran perseguidos”. Si tal red existió, implica que Danilo Anderson pudo haberse granjeado enemigos peligrosos –alguien que prefirió eliminarlo antes que seguir pagando, o incluso cómplices suyos que quisieron quedarse con el botín. Esta versión, aunque plausible, nunca fue profundizada oficialmente, quizá porque embarraba la imagen heroica del fiscal. 

También persiste la teoría de que sectores radicales del propio chavismo sacrificaron a Anderson para culpar a la oposición y pasar leyes antiterroristas (de hecho, tras su muerte el gobierno aceleró la aprobación de una ley contra el terrorismo y desplegó medidas de seguridad excepcionales). Esta hipótesis lo vería como pieza de una estrategia política mayor –una provocación con fines de control interno. Nuevamente, no hay pruebas concluyentes, pero la mera existencia de tales conjeturas evidencia la profunda desconfianza que rodea al caso. 

En definitiva, después de innumerables titulares, un juicio escandaloso, testigos falsos, exiliados, muertos en circunstancias sospechosas y años de prisión, la verdad completa sobre quién mató a Danilo Anderson sigue oculta. Lo que sí ha quedado al desnudo es el uso cínico de la justicia con fines políticos. En palabras coloquiales, este caso consolidó la amarga idea de que en Venezuela “solo paga el pendejo”. Los poderosos –sean opositores millonarios, figuras del gobierno, o quien realmente ordenó el crimen– no han pagado nada. Ninguno de los posibles autores intelectuales (de un bando u otro) ha visto un día de cárcel por este asesinato. En cambio, tres ex funcionarios de rango medio-bajo siguen tras las rejas desde hace 20 años, convertidos en símbolos vivientes de las fallas del sistema judicial. 

El caso Anderson es a la vez tragedia y farsa: la tragedia de un hombre asesinado brutalmente y la farsa de una investigación que, en vez de esclarecer los hechos, pareció construida para servir intereses políticos inmediatos. Sus consecuencias han sido nefastas para la confianza en la justicia venezolana. Como reflexionó el editor Teodoro Petkoff en su momento, la actuación de la Fiscalía fue “una comedia guiñolesca” que alcanzó extremos risibles, pero con efectos muy reales en la vida de inocentes. 

Hoy, al repasar esta crónica, queda un sabor agrio: impunidad en lo más alto, injusticia en lo más bajo. Y una lección cínica que muchos venezolanos repiten con resignación: en este país, cuando de poder se trata, solo paga el pendejo. Las verdaderas manos que colocaron la bomba debajo del asiento de Danilo Anderson –y sobre todo las mentes que lo planificaron– permanecen en la sombra, a salvo de la explosión que aquel día partió en dos la historia judicial reciente de Venezuela. Mientras no se conozca toda la verdad, el caso Danilo Anderson seguirá siendo un espejo de las fracturas y oscuridades del país, un recordatorio de cuánto queda por hacer para que la justicia no sea selectiva ni sirva de instrumento de venganza política, sino un genuino camino hacia la verdad y la reconciliación. 

Fuentes: Investigaciones periodísticas y judiciales del caso Anderson, testimonios recopilados en medios nacionales e internacionales, archivos hemerográficos 2004–2025. 


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