Cuando el cuerpo decae: meditación sobre la transformación y la promesa gloriosa

Israel Centeno

A medida que el tiempo se deposita como ceniza sobre el cuerpo, y la carne se vuelve más frágil, más lenta, más silenciosa, se revela un secreto que siempre estuvo allí: el cuerpo no es un accidente ni una prisión, sino una tierra sagrada de preparación. No está hecho para durar eternamente en su forma actual, sino para ser habitado por el amor y transformado por la voluntad de Dios.

En este sentido, el cuerpo tiene una misión en la vida presente: prepararse para ser transfigurado. No se trata de despreciarlo, ni de endiosarlo; se trata de consagrarlo, de permitir que la providencia lo modele, que el Espíritu lo recorra, que el amor lo transforme desde dentro. Así como la Eucaristía consagra el pan sin anular su materia, el amor de Cristo consagra el cuerpo sin abolir su finitud.

Porque el cuerpo que ahora tenemos no es el definitivo. Es semilla. Es instrumento. Es morada de paso, sí, pero no una morada vacía. Debe ser habitada por la voluntad del Padre, debe llenarse del amor que Cristo nos dejó como único mandamiento.

Y aquí hay una verdad que los cristianos no podemos olvidar: somos causa, pero no causa necesaria. Todo lo que somos depende de Otro. Nuestra existencia es donada, sostenida, derramada con amor. Por eso, hacer la voluntad del Padre no es sometimiento, es trascendencia. Es elevarnos por encima de esta mortalidad sin despreciarla, abrazándola como Cristo abrazó su cruz.

Ahora bien, el cuerpo cae. El cuerpo muere. Y eso no es derrota. Derrota sería aferrarse a lo que se corrompe. El desapego cristiano no es nihilismo, es esperanza lúcida. Es saber que nada nos pertenece del todo, ni siquiera la piel que habitamos. Por eso, el desapego es respuesta al deterioro, no evasión. Y lejos de vaciarnos, nos llena del deseo del Reino.

El amor —y solo el amor— puede guiar esa transformación. El amor no es sentimentalismo ni consuelo. Es fuerza, es decisión, es reflejo del Amor que vino a redimirnos. Y el amor que no crece, se corrompe. Porque el cuerpo glorioso no nacerá del ego ni del cálculo, sino del amor sembrado aquí, en esta carne mortal.

Y frente a esa verdad, las fantasías del poshumanismo resultan pobres, incluso ridículas. Pretender alargar la vida humana más allá de los cien años, como si ese aumento de días fuera a garantizar plenitud, es ignorar lo esencial: la transformación no ocurre por extensión del tiempo, sino por conversión del ser.

El cuerpo, por más que lo expandamos con prótesis, inteligencia artificial o terapias genéticas, seguirá siendo finito, y cada intento de prolongarlo sin sentido nos acerca más a la inercia que a la vida. Nos hace menos humanos, más temerosos, más rehenes del cuerpo que debimos liberar con amor y esperanza.

La verdad cristiana es otra: el tiempo que tenemos es suficiente. No nos falta tiempo, nos falta fe. No necesitamos más años, necesitamos más amor. Porque solo el amor transforma la carne en gloria. Y eso no lo concede ninguna tecnología, ni lo compra ningún laboratorio.

Por eso, cuando el cuerpo decae, el alma debe florecer. Como una lámpara que se enciende cuando todo parece oscurecer. Como una flor que se abre entre ruinas. Porque el cuerpo que muere en Cristo resucita con Él, y eso basta para mantener la esperanza encendida hasta el final.

Este cuerpo mortal será revestido de inmortalidad. No por mérito, no por fuerza humana ni dominio sobre la biología, sino por gracia —y por el amor activo al prójimo, que es la prueba de que el amor de Dios ha echado raíces en nosotros.

Esa es la medida. Ese es el camino. El amor encarnado, compartido y ofrecido.

Por eso lo anhelamos. Por eso hacemos fila para comulgar con el Pan vivo. Por eso, aun cansados, nos mantenemos de pie, esperando no solo el fin, sino la transformación gloriosa que ya ha comenzado en el corazón que ama


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