El Imperio del Baboseo

Israel Centeno

Crónica del fin sin estruendo

«Tú dices: “Soy rico, me he enriquecido, y de nada tengo necesidad”; y no sabes que tú eres un desdichado, miserable, pobre, ciego y desnudo».

Apocalipsis 3:17

Por Israel Centeno

Si desapareciera el problema de sostenerse económicamente —ese viejo dilema de conseguir el ingreso mínimo para pagar bienes y servicios—, no estaríamos frente a una utopía, sino ante una decadencia cómoda. Un ocaso disfrazado de plenitud. El ser humano, libre del trabajo, sin hambre ni esfuerzo, perdería no solo su capacidad de asombro, sino también el temor de Dios. Ya no sería un ser caminante, sino sedentario de alma; no un buscador, sino un esclavo de la abundancia.

Así de cerca estamos del abismo: no por la guerra ni por la peste, sino por el exceso. Por la opulencia digital. Por una paz sin misterio.

En algunos países del primer mundo, donde la demografía colapsa y los robots producen más eficientemente que los humanos, el problema del incómbo ya se vislumbra como resuelto. Pero lo que viene no es el paraíso, sino el letargo. Y no es un ocio contemplativo o creador, sino un ocio degenerado: el ocio del que babea frente a una pantalla, del que ha dejado de hablar, de amar, de crear. La figura del nuevo ciudadano global es la de un cuerpo fofo, sedentario, que mastica y repite; que ya no vive, sino que consume.

Es la distopía silenciosa. Ni Orwell ni Huxley imaginaron algo tan eficaz: no hará falta represión, ni vigilancia, ni campos de concentración. Bastará con dopamina digital, con pornografía infinita, con alimentos ultraprocesados y discursos anestésicos. El alma no morirá a gritos, sino de aburrimiento.

China, por su parte, se cerrará sobre sí misma. No por miedo, sino por diseño. Lo ha hecho antes. En su interior, el orden vertical se mantendrá: élites bañadas en confort grosero, capas medias obedientes, y un enjambre de ovejas productivas viviendo como si todo fuera normal. Saldrán solo a extraer recursos, a mantener las arterias abiertas del nuevo Imperio, pero volverán pronto a sus panales.

En el sur, el espectáculo será más brutal. Regiones enteras —Latinoamérica, África, parte de Asia— quedarán como zonas vetadas, como el residuo no reciclado de la historia. Allí vivirán los bárbaros, los que aún recuerdan el hambre, el trabajo, la oración. Puede que entre ellos nazcan los últimos santos. Puede que entre ruinas, resurja la sed de lo eterno.

Y no, olvídense de lo que están pensando sobre un futuro en Marte. Esa fantasía se vendió como alternativa cuando la Tierra parecía agotada. Pero una vez que lleguen a Marte —si llegan—, la inmensidad del planeta rojo no los inspirará: los aplastará. Su inhóspita naturaleza no será un reto, sino una condena. Aquellos colonos que huyeron del vacío espiritual terrestre encontrarán un desierto aún más absoluto. Y entonces empezará la verdadera distopía: la raza humana que emigró a otro planeta solo para devorarse a sí misma, asesinándose unos a otros, muriendo de locura uno por uno.

Porque el problema no era la Tierra. El problema somos nosotros.

Y si el Señor no viene —si no corta la historia como un relámpago que parte el tiempo—, estaremos perdidos. No porque el mundo arda, sino porque se apague. Porque termine en silencio. En babas. En comida sin hambre. En una generación que ya no espera nada, ni recuerda nada, ni busca a nadie.

Ese sería el fin del mundo. Y ya ha comenzado.

Las páginas del John Urbano
O de cómo ciertas palabras, perdidas entre excrementos y oraciones, podrían contener la clave de lo eterno

Me fue contado —por un tal Guillermo Venegas, que a su vez lo oyó en un bar de San Cristóbal por parte de un bibliófilo apócrifo llamado José Ignacio Pardi— que alguien, de nombre irrelevante pero con bigote monumental, había encontrado en un retrete público de la ciudad de Maracaibo, concretamente en un John Urbano (ese nombre absurdo que el municipio otorgó a los baños químicos de emergencia urbana), un manojo de páginas sueltas, maltratadas por la humedad y parcialmente adheridas al metal oxidado del receptáculo.

Se ignora quién las dejó allí. Se sospecha que no fueron abandonadas deliberadamente sino evacuadas, por decirlo con una grosería literal. El hallazgo ocurrió en 2009, aunque hay quien insiste que fue en 1993, en plena crisis bancaria, y que el texto sobrevivió, con leves variaciones, en el bolsillo trasero de un indigente que decía haber sido corrector de estilo en la Editorial Monte Ávila.

Lo que sigue es una tentativa de reconstrucción de ese manuscrito mutilado.


El texto comenzaba —aunque “comenzaba” es un decir— con un pasaje atribuido (sin prueba alguna) a un tal Zulam ben Elías, un exegeta sefardita del siglo XIII expulsado de Murcia por razones que oscilan entre el libertinaje y el gnosticismo. El fragmento le atribuye haber escrito, en su Tratado sobre la Sombra del Nombre, lo siguiente:

“No todo lo que es escrito ha sido dicho, y no todo lo que ha sido dicho merece ser leído. El Verbo cae sobre el mundo como una lluvia sin sonido, y sólo en la letrina de los hombres desesperados fermenta su verdadera forma.”

De ahí pasaba a una enumeración, ilegible en partes, de lugares donde ciertos textos sagrados o malditos fueron hallados: en una caja de arroz chino en Queens, dentro del forro de un peluche hallado en un centro de detención en Cúcuta, entre las heces fosilizadas de un ermitaño cerca de Coro.

El tema recurrente parecía ser la palabra impura, aquella que ha descendido tanto que sólo puede redimirse al mezclarse con la inmundicia. Una especie de mística escatológica —y escatológica en ambos sentidos— donde el acto de defecar no es una humillación sino una metáfora última de la encarnación de lo divino en lo corruptible.

Más adelante (o tal vez antes, es imposible saberlo por el orden disperso de las hojas), se narra una escena ambientada en un convento de franciscanos ciegos en la sierra de Trujillo. Allí, un monje anónimo, que firmaba con la inicial “E.”, habría copiado de memoria un fragmento perdido del Libro de los Nombres Verdaderos, atribuido a Hermes Trismegisto:

“Todo nombre escrito es falso. El nombre verdadero sólo es audible en el instante en que el alma se separa del cuerpo.”

Una nota al margen —presumiblemente posterior, escrita con bolígrafo rojo y una caligrafía parecida a la de los partes médicos— añadía:
‘Los nombres verdaderos no son sustantivos, sino vómitos de luz.’


Los especialistas que han intentado catalogar este hallazgo oscilan entre el asco y la fascinación. Algunos lo consideran una patraña construida por grafiteros cultos con acceso a Wikipedia. Otros, entre ellos el historiador Gabriel T., sostienen que podría tratarse de una falsificación muy antigua, quizás del siglo XVIII, producto de un taller clandestino de los jesuitas expulsados.

El documento fue limpiado, restaurado parcialmente y guardado en un archivo privado. Unos dicen que está en la Universidad Católica Andrés Bello; otros que reposa entre los pliegues de un retrete portátil usado por la policía metropolitana durante las protestas de 2014. La mayoría ha olvidado el asunto, como suele ocurrir con todo lo sagrado que toma la forma de desperdicio.

Yo sólo repito lo que me dijeron. Y si algo aprendí del manuscrito —que nunca vi— es que la verdad, si existe, no brilla en bibliotecas sino que fermenta en los lugares más oscuros del alma y de la ciudad.
Y que quizá, cuando el último lector haya muerto y los libros sean pasto de humedad y ratas, una página sobrevivirá, aferrada a la cerámica rota de un baño, esperando aún ser leída con reverencia.

Notas dispersas sobre el Hallazgo del Retrete en Oakland

Archivo fragmentario, fechado entre el 2008 y el 2011
Recopilado por A. M. Deronda, becario no afiliado del Humanities Center de la Universidad de Pittsburgh

I.

El primer testimonio que llegó a mis manos no fue un relato directo, sino un correo reenviado —con muchas firmas electrónicas y saludos entrecruzados— donde se mencionaba, de forma algo risueña, el hallazgo de “páginas manuscritas en un John Urbano frente a la Biblioteca Hillman”. El correo, fechado el 12 de noviembre de 2008, había circulado entre asistentes de cátedra de la facultad de literatura comparada. No se tomaba demasiado en serio, pero ya contenía una advertencia: “No lo lean de noche.”

II.

La historia fue reconstruida más tarde por una estudiante de maestría de nombre Kyra Goldstein, que escribió su tesis sobre “poéticas del desecho”. Ella me recibió una vez en su apartamento en South Craig Street. En su mesa de centro, bajo un florero de plástico, conservaba un folio impreso con las transcripciones que, según dijo, había hecho a mano su exnovio: un técnico en mantenimiento de baños portátiles que trabajaba para la municipalidad y que tenía la costumbre, inexplicablemente, de leer lo que encontraba entre los papeles abandonados.

El hallazgo consistía en seis hojas de papel cuadriculado, manchadas y algo rotas, con una caligrafía extrañamente fluida. Tres estaban escritas en inglés, dos en castellano, y una en una lengua que nadie supo identificar con certeza: parecía ladino con influencia de aljamía, pero contenía signos que recordaban a la lógica simbólica o a los alfabetos inventados por autores de ciencia ficción.

III.

Un fragmento traducido, contenido en la segunda hoja, rezaba:

“A veces me digo que no existe un solo nombre verdadero. Cada ser —cada instante incluso— es el eco invertido de un signo que sólo Dios pronuncia hacia adentro.”

Otro, en inglés, afirmaba:

“They say the language of God is not silence, but syntax so intricate it becomes indistinguishable from madness.”

La hoja en castellano (la más deteriorada) hacía referencia a un autor inexistente, llamado Emiliano K., que habría vivido sus últimos años en Lawrenceville traduciendo al inglés un libro imaginario: La gramática de los cuerpos sin sombra.

IV.

En febrero de 2011, el decano interino de filosofía, al enterarse de la creciente especulación entre estudiantes, pidió formalmente que cesaran los comentarios. “La Universidad de Pittsburgh no puede permitirse una mística de los baños químicos”, escribió en una circular.

Ese mismo mes, sin embargo, alguien —se rumora que fue un alumno extranjero— dejó en el buzón del Centro de Humanidades un sobre sin remitente, con una sola hoja mecanografiada, donde se sugería que los fragmentos formaban parte de un manuscrito perdido de Juan de Valdés, reescrito en el siglo XX por un discípulo anónimo en Caracas, y transportado de contrabando en una edición mutilada de The Waste Land de T. S. Eliot.

V.

Como toda historia verdadera, ésta terminó en el olvido. Las páginas originales se perdieron (algunos dicen que fueron incineradas, otros que siguen en manos de Kyra, ahora artista textil en Nueva York). Lo cierto es que desde entonces, cada cierto tiempo, alguien deja una hoja manuscrita en el baño del cuarto piso de la Hillman Library. Son textos anónimos, sin sentido aparente. Pero si uno los colecciona, si uno los reordena, si uno los lee con el temblor de quien busca algo más que literatura… aparece algo. No un mensaje, pero sí una sombra de mensaje.

Y en esa sombra, en esa promesa nunca dicha del sentido, tal vez está Dios.
O al menos, su grafía.


¿Te gustaría que continúe con un segundo relato que profundice el linaje ficticio del tal Emiliano K.? ¿O prefieres una edición crítica imaginaria de La gramática de los cuerpos sin sombra con comentarios de lectores ficticios?

Anotaciones para una edición crítica del Informe desde la Zona Gris

Sección de Manuscritos Reclamados – Universidad de Boston, Departamento de Filología Espectral

Año estimado: 2219

Introducción general

El Informe desde la Zona Gris, hallado en 2184 durante una excavación de tercera fase en el subsuelo de Pittsburgh (antiguo Distrito XII), constituye uno de los más inquietantes documentos recuperados del llamado Período de Fagocitación Lenta. El manuscrito, incompleto, es atribuido a un autor anónimo —aunque ciertas claves internas permiten vincularlo a la figura legendaria de Emiliano K., pensador periférico del siglo XXI, cuya Gramática de los cuerpos sin sombra circuló de forma clandestina entre comunidades migrantes del noreste norteamericano.

Este documento es un raro ejemplo de literatura terminal, es decir, compuesta no con intención estética ni comunicativa, sino como tentativa de salvamento simbólico ante el colapso cognitivo. Lo verdaderamente fascinante del texto no es su contenido explícito —la descripción de una humanidad moribunda, sumida en el ocio y la autodestrucción— sino su estructura residual: una escritura que persiste después del fin de la escritura.

Hallazgos estructurales

El manuscrito sobrevive en 17 fragmentos, algunos de los cuales están compuestos en una mezcla de inglés, español antiguo (nivel culto y litúrgico) y signos no identificables (¿mnemotecnia mística?, ¿registro mental automatizado?). La edición aquí presentada conserva las variaciones ortográficas y las tachaduras deliberadas.

Las primeras menciones a los “cuerpos sin sombra” coinciden con descripciones contemporáneas de los efectos degenerativos de la hiperconectividad prolongada en los asentamientos orbitales de la Primera Oleada Marciana (véase entrada “Marte y canibalismo espiritual”, Archivo Vaticanal de Teofanías Fracturadas, vol. 88).

El personaje Ank aparece en al menos cinco fragmentos, siempre acompañado de su perro Tagón, nombre que remite —según el filólogo Jaemin Zhou— a un can citado en una versión griega perdida de Las Metamorfosis de Apuleyo. Las menciones a “esclavos ciegos” sugieren una transferencia mítica desde Borges, aunque el nombre no es nunca declarado, en lo que parece un gesto deliberado de ocultamiento reverencial.

Notas filológicas

“Murieron de demasiada vida” (frag. 12, línea 8) es una variante de fórmulas gnósticas halladas en códices copto-siberianos posteriores a la catástrofe de 2096.

La frase “copiar para no morir” aparece como lema marginal en tres hojas, probablemente añadidas por escribas tardíos o copistas de la escuela de la Ultima Lingua de Montreal.

El perro Tagón podría representar el último ser con conciencia de sombra. O bien, como argumenta la profesora Emerita Anne-Katrine Löwe, una forma menor del Ángel de la Melancolía, según tratados sufitas digitalizados en los inicios del siglo XXII.

Conclusión provisional

El Informe desde la Zona Gris no es solo un documento: es una advertencia encarnada, un archivo que sobrevivió no porque alguien lo salvara, sino porque nadie supo borrarlo. Su existencia es una disonancia.

En palabras del propio texto:

“La historia terminó. Pero el archivo sigue abierto.”

Y en ese archivo, aunque oxidado, irreparable, aún respira la posibilidad de una lectura que salve

Informe desde la Zona Gris

Transcripción sin fecha del Instituto de Lenguas Muertas, Distrito XII, Antiguo Pittsburgh

Nota preliminar:

El presente informe fue hallado en una cápsula de cuarentena, sellada con cinta orgánica y enterrada en lo que fue el sótano de la Biblioteca Hillman. La mayor parte del material estaba irreconocible, pero se rescataron 17 páginas en idioma híbrido (Inglés precaída y Español litúrgico fragmentado). Lo que sigue es una reconstrucción tentativa del texto central.

La decadencia no llegó por la guerra. Tampoco por la peste ni por el cambio del clima. Llegó como una fiebre tibia: inofensiva al inicio, casi placentera. El ocio —aquel descanso del guerrero, del sabio, del obrero— se volvió progresivamente una dieta única. La humanidad entera fue rindiéndose al gesto quieto, a la dopamina inmediata, al lenguaje reducido a comandos.

Las formas humanas comenzaron a degradarse sin que nadie lo notara.

Primero se encorvaron. Luego, la musculatura se volvió innecesaria, la piel se volvió translúcida, el habla se transformó en murmullo. Ya no había palabras, solo sonidos guturales, reacciones condicionadas. El amor fue sustituido por una interfaz táctil. La muerte, por una estadística flotante.

Cuerpos sin sombra. Hombres sin espesor. Se arrastraban por pasillos de edificios vacíos, como si buscaran una señal, un reflejo de lo que fueron. Algunos perdían la vista, no por enfermedad, sino por falta de uso. Se les oía hablar a los vidrios, tocarse la lengua, recordar sin saber qué.

Uno de ellos, llamado en registros antiguos como Ank, llevaba consigo un perro esquelético. El animal respondía al nombre de Tagón, y —según una nota manuscrita ilegible— había pertenecido, siglos atrás, a un esclavo ciego en la ciudad de Yazd o quizás en la Antioquía digital. El perro parecía más lúcido que su amo.

Se arrastraban juntos por la Zona Gris, donde no quedaban señales ni textos ni comida. Solo escombros y nombres.

Tagón ladraba frente a las sombras.

Ank escribía, con el dedo, frases incompletas en el polvo.

“Yo también fui… ¿qué?”

Entre las ruinas se hallaron vestigios de textos que mencionaban a Emiliano K., a Kyra G., y a algo llamado La gramática de los cuerpos sin sombra. Los más osados en el Instituto creen que se trataba de un texto profético, escrito en un ciclo anterior, donde se prefiguraba exactamente lo que ocurrió: la disolución del sujeto, la pérdida del lenguaje, la humanidad comiéndose a sí misma.

Un pasaje reescrito aparece con frecuencia en los muros aún no caídos:

“No murieron por hambre. Murieron de demasiada vida. Murieron porque ya no tenían nada que amar, ni contra qué resistir.”

La historia terminó, sí.

Pero el archivo sigue abierto.

Algunos seguimos copiando.

Quizás eso nos salve.

O al menos nos conserve el hueso.

Fragmentos para una Antropología del Exilio Final

Documentos atribuidos a Emiliano K., reunidos y comentados por A. M. Deronda

Pittsburgh, primavera de un año sin fecha clara

“No toda ruina viene del fuego. Hay ruinas que crecen desde la saciedad.”

—E. K., cuaderno gris, hoja V

He aquí lo poco que sé de Emiliano K.. Fue —según el testimonio de Kyra Goldstein y un par de notas en servilletas escritas por un tal T. S. U. (probablemente un estudiante taiwanés de Teología)— un hombre que vivió entre Pittsburgh y Ciudad Bolívar, traductor de lenguas que nunca existieron, profesor por encargo, y, hacia el final, mendigo voluntario en los márgenes de Schenley Park. Dicen que hablaba como si todo ya hubiese ocurrido.

Lo que poseo son restos, y no solo textuales: una grabación de su voz que nunca logré decodificar; un símbolo dibujado con bolígrafo en una página arrancada de The Book of Common Prayer; y las supuestas primeras líneas de su obra magna, esa de la que él mismo renegaba: La gramática de los cuerpos sin sombra.

La obra comienza con esta advertencia:

“El lenguaje será lo último en corromperse. Pero cuando eso ocurra, no quedará nadie cuerdo para nombrar la locura.”

La afirmación no parece exagerada, si se considera lo que sigue: un catálogo de estados mentales y deformaciones espirituales que, de forma inexplicable, describen realidades que aún no habían sucedido en la Tierra. Habla de ciudades sin niños ni tumbas, de alimentos que no nutren, de “pantallas donde los hombres se contemplan hasta deshacerse”. Hay un capítulo entero —inconcluso— dedicado a la teología de Marte:

“El planeta rojo no será el principio, sino el retorno. Una humanidad sin raíces intenta sembrarse en el polvo. No habrá cosecha, solo regresos al odio original. El hambre se convertirá en método. La carne del otro será la última metáfora compartida.”

Más adelante:

“Los que llegaron a Marte eran los más preparados, los más limpios, los más higiénicos en su desesperación. Y por eso mismo, fueron los primeros en perderse.”

Ese capítulo fue tachado a mano, como si el propio Emiliano se hubiera arrepentido. Pero un comentario marginal sobrevive:

“Los humanos en Marte olvidarán que alguna vez hubo mitos. Y sin mitos, no habrá crimen, solo hambre.”

Una de las últimas notas sugiere que Emiliano K. no consideraba su obra como un libro, sino como un código de purificación para una humanidad futura, exiliada no de una tierra, sino de su propia alma. Las “cuerpos sin sombra” no son necesariamente marcianos ni posthumanos: son, más bien, los que han dejado de emitir peso simbólico, los que no proyectan sentido alguno.

Emiliano desapareció en 2012. Algunos creen que murió en un refugio; otros, que se arrojó al río Allegheny durante una tormenta. Pero hay quienes dicen —con una seriedad que inquieta— que fue “absorbido por la palabra”, como si su cuerpo hubiese sido consumido por un texto más antiguo que el lenguaje mismo.

Desde entonces, las hojas siguen apareciendo. No ya en retretes, sino en las grietas de los muros, dentro de libros de historia contemporánea mal vendidos, incluso como susurros grabados por error en los sistemas de reconocimiento de voz en la Hillman Library. Cada fragmento parece estar esperando al lector correcto.

Y mientras el mundo, afuera, se degrada en silencio —entre ciudades infladas por el confort, niños que ya no saben dibujar sin apps, y países que se convierten en bodegas de cadáveres digitales—, el archivo crece.

Yo solo soy su custodio.

Por ahora

Las páginas del John Urbano

O de cómo ciertas palabras, perdidas entre excrementos y oraciones, podrían contener la clave de lo eterno

Me fue contado —por un tal Guillermo Venegas, que a su vez lo oyó en un bar de San Cristóbal por parte de un bibliófilo apócrifo llamado José Ignacio Pardi— que alguien, de nombre irrelevante pero con bigote monumental, había encontrado en un retrete público de la ciudad de Maracaibo, concretamente en un John Urbano (ese nombre absurdo que el municipio otorgó a los baños químicos de emergencia urbana), un manojo de páginas sueltas, maltratadas por la humedad y parcialmente adheridas al metal oxidado del receptáculo.

Se ignora quién las dejó allí. Se sospecha que no fueron abandonadas deliberadamente sino evacuadas, por decirlo con una grosería literal. El hallazgo ocurrió en 2009, aunque hay quien insiste que fue en 1993, en plena crisis bancaria, y que el texto sobrevivió, con leves variaciones, en el bolsillo trasero de un indigente que decía haber sido corrector de estilo en la Editorial Monte Ávila.

Lo que sigue es una tentativa de reconstrucción de ese manuscrito mutilado.

El texto comenzaba —aunque “comenzaba” es un decir— con un pasaje atribuido (sin prueba alguna) a un tal Zulam ben Elías, un exegeta sefardita del siglo XIII expulsado de Murcia por razones que oscilan entre el libertinaje y el gnosticismo. El fragmento le atribuye haber escrito, en su Tratado sobre la Sombra del Nombre, lo siguiente:

“No todo lo que es escrito ha sido dicho, y no todo lo que ha sido dicho merece ser leído. El Verbo cae sobre el mundo como una lluvia sin sonido, y sólo en la letrina de los hombres desesperados fermenta su verdadera forma.”

De ahí pasaba a una enumeración, ilegible en partes, de lugares donde ciertos textos sagrados o malditos fueron hallados: en una caja de arroz chino en Queens, dentro del forro de un peluche hallado en un centro de detención en Cúcuta, entre las heces fosilizadas de un ermitaño cerca de Coro.

El tema recurrente parecía ser la palabra impura, aquella que ha descendido tanto que sólo puede redimirse al mezclarse con la inmundicia. Una especie de mística escatológica —y escatológica en ambos sentidos— donde el acto de defecar no es una humillación sino una metáfora última de la encarnación de lo divino en lo corruptible.

Más adelante (o tal vez antes, es imposible saberlo por el orden disperso de las hojas), se narra una escena ambientada en un convento de franciscanos ciegos en la sierra de Trujillo. Allí, un monje anónimo, que firmaba con la inicial “E.”, habría copiado de memoria un fragmento perdido del Libro de los Nombres Verdaderos, atribuido a Hermes Trismegisto:

“Todo nombre escrito es falso. El nombre verdadero sólo es audible en el instante en que el alma se separa del cuerpo.”

Una nota al margen —presumiblemente posterior, escrita con bolígrafo rojo y una caligrafía parecida a la de los partes médicos— añadía:

‘Los nombres verdaderos no son sustantivos, sino vómitos de luz.’

Los especialistas que han intentado catalogar este hallazgo oscilan entre el asco y la fascinación. Algunos lo consideran una patraña construida por grafiteros cultos con acceso a Wikipedia. Otros, entre ellos el historiador Gabriel T., sostienen que podría tratarse de una falsificación muy antigua, quizás del siglo XVIII, producto de un taller clandestino de los jesuitas expulsados.

El documento fue limpiado, restaurado parcialmente y guardado en un archivo privado. Unos dicen que está en la Universidad Católica Andrés Bello; otros que reposa entre los pliegues de un retrete portátil usado por la policía metropolitana durante las protestas de 2014. La mayoría ha olvidado el asunto, como suele ocurrir con todo lo sagrado que toma la forma de desperdicio.

Yo sólo repito lo que me dijeron. Y si algo aprendí del manuscrito —que nunca vi— es que la verdad, si existe, no brilla en bibliotecas sino que fermenta en los lugares más oscuros del alma y de la ciudad.

Y que quizá, cuando el último lector haya muerto y los libros sean pasto de humedad y ratas, una página sobrevivirá, aferrada a la cerámica rota de un baño, esperando aún ser leída con reverencia

Anotaciones para una edición crítica del Informe desde la Zona Gris

Sección de Manuscritos Reclamados – Universidad de Boston, Departamento de Filología Espectral
Año estimado: 2219

Introducción general

El Informe desde la Zona Gris, hallado en 2184 durante una excavación de tercera fase en el subsuelo de Pittsburgh (antiguo Distrito XII), constituye uno de los más inquietantes documentos recuperados del llamado Período de Fagocitación Lenta. El manuscrito, incompleto, es atribuido a un autor anónimo —aunque ciertas claves internas permiten vincularlo a la figura legendaria de Emiliano K., pensador periférico del siglo XXI, cuya Gramática de los cuerpos sin sombra circuló de forma clandestina entre comunidades migrantes del noreste norteamericano.

Este documento es un raro ejemplo de literatura terminal, es decir, compuesta no con intención estética ni comunicativa, sino como tentativa de salvamento simbólico ante el colapso cognitivo. Lo verdaderamente fascinante del texto no es su contenido explícito —la descripción de una humanidad moribunda, sumida en el ocio y la autodestrucción— sino su estructura residual: una escritura que persiste después del fin de la escritura.

Hallazgos estructurales

El manuscrito sobrevive en 17 fragmentos, algunos de los cuales están compuestos en una mezcla de inglés, español antiguo (nivel culto y litúrgico) y signos no identificables (¿mnemotecnia mística?, ¿registro mental automatizado?). La edición aquí presentada conserva las variaciones ortográficas y las tachaduras deliberadas.

Las primeras menciones a los “cuerpos sin sombra” coinciden con descripciones contemporáneas de los efectos degenerativos de la hiperconectividad prolongada en los asentamientos orbitales de la Primera Oleada Marciana (véase entrada “Marte y canibalismo espiritual”, Archivo Vaticanal de Teofanías Fracturadas, vol. 88).

El personaje Ank aparece en al menos cinco fragmentos, siempre acompañado de su perro Tagón, nombre que remite —según el filólogo Jaemin Zhou— a un can citado en una versión griega perdida de Las Metamorfosis de Apuleyo. Las menciones a “esclavos ciegos” sugieren una transferencia mítica desde Borges, aunque el nombre no es nunca declarado, en lo que parece un gesto deliberado de ocultamiento reverencial.

Notas filológicas

  • “Murieron de demasiada vida” (frag. 12, línea 8) es una variante de fórmulas gnósticas halladas en códices copto-siberianos posteriores a la catástrofe de 2096.
  • La frase “copiar para no morir” aparece como lema marginal en tres hojas, probablemente añadidas por escribas tardíos o copistas de la escuela de la Ultima Lingua de Montreal.
  • El perro Tagón podría representar el último ser con conciencia de sombra. O bien, como argumenta la profesora Emerita Anne-Katrine Löwe, una forma menor del Ángel de la Melancolía, según tratados sufitas digitalizados en los inicios del siglo XXII.

Conclusión provisional

El Informe desde la Zona Gris no es solo un documento: es una advertencia encarnada, un archivo que sobrevivió no porque alguien lo salvara, sino porque nadie supo borrarlo. Su existencia es una disonancia.

En palabras del propio texto:

“La historia terminó. Pero el archivo sigue abierto.”

Y en ese archivo, aunque oxidado, irreparable, aún respira la posibilidad de una lectura que salve.


Discover more from Israel Centeno Author

Subscribe to get the latest posts sent to your email.

Leave a comment