El fin del mundo, Caracas

Israel Centeno

De la serie, yo regalo mis cuentos.

Una Caracas postapocalíptica vista desde Sabana Grande, con el cerro Guaraíra Repano al fondo cubierto por nubes púrpuras y glifos indígenas brillando en sus laderas. En primer plano, el poeta Santos López sostiene un manuscrito del Canto a la Zona Tórrida, cubierto de tachaduras y símbolos jeroglíficos dejados por los pueblos originarios. A su lado, el etnólogo Esteban Emilio Monsoñi, calvo, desnudo, en trance, levanta los brazos hacia el cielo mientras la ciudad es invadida por una selva viva y simbólica. Entre las grietas del asfalto emergen raíces con ojos, y los edificios se doblan como si escucharan un idioma antiguo. Bolívar llora sangre de onoto en un mural partido. El cielo está cruzado por portales de luz y artefactos místicos. Todo bañado en un ambiente de revelación, ruina y profecía.

Ah, los años de la efervescencia. Qué tragedia. Uno creía que el tiempo era una línea recta que salía de la Universidad Central, cruzaba Sabana Grande y se perdía en una utopía con olor a gasolina y café recalentado. Pero no. El tiempo era un círculo, una serpiente que se tragaba la cola y vomitaba nuestras esperanzas en las aceras calientes del bulevar.

Ricardo y Zoraida eran otra cosa. Hasta Gutiérrez, que leía a Fanon como quien hojea el prospecto de un remedio vencido, se reía de ellos. “Los chamanes del Altamira Sur”, decía, antes de ahogarse en ron y escepticismo.

Los libros que compartían no eran de Marx ni de Mariátegui. Eran cuadernos sueltos, olorosos, que hablaban de Huaycaipuro (con G, decían ellos, por respeto a su nombre no domesticado). Un cacique que escribía en runas con sangre de iguana y hablaba con los muertos desde el fondo del Guaire. Nadie los entendía. Nadie quería entenderlos.

Desaparecieron. Algunos dijeron que estaban en Sevilla, durmiendo en bancos, leyendo en lenguas olvidadas. Otros que encontraron un códice escondido. Y los más sensatos, que se habían perdido entre los trámites del exilio académico.

Pero volvieron. Difusos. En videos pixelados, hablando del Apocalipsis caraqueño como quien explica una receta de cocina. Runas, escasez, petróleo maldito. Y una profecía enterrada entre el Ávila —perdón, Guaraíra Repano— y las ruinas del Parque Central.

Y entonces, sucedió. El cielo se abrió. No fue castigo. Fue respuesta. No juicio final, sino nota al pie escrita con lava.

Los misiles no eran misiles. Eran artefactos premodernos diseñados por chamanes con delirios tecnológicos. Al tocar Sabana Grande, no explotaban: abrían portales. Los muros sudaban glifos. Los semáforos recitaban en náhuatl. Bolívar lloraba sangre de onoto en los murales rotos.

Y tú estabas ahí. No como héroe ni como víctima. Como lo que quedaba: una conciencia abandonada envuelta en papel periódico, cerca del monumento a Rómulo —ahora convertido en sombra.

El tiempo había huido. Lo perdieron ellos. Nosotros, sin calendario ni fe, solo podíamos cubrirnos con plásticos malolientes y fingir que dormíamos mientras el cerro hablaba en lenguas viejas.

Guaraíra Repano no era cerro. Era herida. Era eco. Era el principio.

Y el grito, al final, no fue de humanos. Fue el grito-cariña, lengua tan antigua como el barro. Traducida por Santos López, quien creyó hacer lo correcto: tomó el Canto a la Zona Tórrida de Andrés Bello y lo vertió al idioma de los pueblos originarios de la Mesa de Guanipa. Quiso honrarlos. Pero ellos se lo devolvieron tachado, con anotaciones jeroglíficas en los márgenes. Estaban muy disgustados.

Y con el cariña, llegó otra lengua. Nacida de los tepuyes, entre los vapores púrpura del Paranà, aquella lengua no se hablaba: se sudaba. Era selva viva, de la que hablaba Conan Doyle entre líneas. Una selva con hambre. De símbolos, de historia, de nosotros.

Nuestra civilización —alguna vez roja, después púrpura— no mutó. Se pudrió. Se fusionó con algo más antiguo. Más real. Más vegetal.

Y yo, envuelto en plástico, escuché. La selva hablaba. En cariña, en brisa, en ruina.

Tres finales. O tres comienzos torcidos.

En uno, Emilio Monsoñi había renunciado a todo disfraz. Caminaba desnudo por Caracas como si aún fuera un texto por escribir. Su calva brillaba como luna sin metáfora. Murmuraba cosas a las ceibas. Algunos lo entendían.

En otro, Santos López intentaba explicar las tachaduras. “Es una forma de diálogo”, decía. Pero ya nadie lo escuchaba. Las palabras se le derretían en la boca.

Y el tercero, claro, era el Chivo Acosta. Un nombre de bolero barato. Había salido del inframundo burocrático tras tropezar unas cuantas veces con sus propias ambiciones. Regresó flotando, con una tesis: el comandante no había muerto. Se había transfigurado. Ahora era cacique eterno. No símbolo. Piedra viva. Código vivo. Y él, el Chivo Acosta, su único lector autorizado.

Todos los finales confluyeron. En la plaza abierta. Bajo el cielo púrpura. Mientras la selva, insaciable, devoraba lo que quedaba de Caracas.

Monsoñi susurraba a las nubes. Santos observaba sus papeles mutilados. El Chivo Acosta abría un libro sin páginas.

Y tú, sí, tú —bajo tu toldo plástico, con los restos de un trago caliente— sabías que era el fin.

O el comienzo de otra lengua.

Tal vez sin palabras.

Tal vez solo con lluvia.


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