¿Está dejando la Iglesia católica en Estados Unidos solos a sus hijos?

Israel Centeno

La Iglesia católica en Estados Unidos vive una paradoja. Tiene abundantes recursos, templos imponentes, parroquias organizadas y una larga tradición. Sin embargo, con frecuencia parece ausente en lo esencial: la presencia pastoral.

No lo digo como observador externo, sino como alguien que ha vivido este camino. Mi conversión formal llegó antes de 2011: me casé por la Iglesia, bauticé a mis hijas, recibí y confirmé sacramentos. Pero vivía distraído: la carrera, la política, las ambiciones personales. La fe estaba en un rincón. Era, en el mejor de los casos, tibio.

Luego vinieron el exilio, la violencia y la pérdida. Entre 2009 y 2010 sufrí golpes, un secuestro, un breve período de tortura y el derrumbe de mi país bajo el populismo mesiánico. Conocí la soledad del abandono: apenas simpatías superficiales en Facebook o Twitter. Y, sin embargo, en Montserrat, a través de la Virgen, recibí una gracia del Espíritu Santo que cambió mi vida. Allí mi fe católica dejó de ser un formalismo cultural y se volvió vida misma.

Pero la fe no crece en el vacío. Intenté formar a mis hijas en la fe, y fracasé. Primero, porque no les aclaré con firmeza las diferencias cuando tuvieron contacto con una iglesia que se autodenomina cristiana, pero que el consenso interconfesional no reconoce como tal. Ese episodio alimentó sus prejuicios contra el catolicismo. Después, ya en Estados Unidos, fallé de nuevo: no me opuse al lavado ideológico en las universidades. Por ingenuidad, creí que la academia era neutral. No vi que allí se operaba una reprogramación profunda, que mis hijas perdían la fe bajo el disfraz de educación. La ironía es doble: además de perderlas espiritualmente, aún estamos endeudados por financiar ese “re-wire” de sus conciencias.

¿Y dónde estaba la Iglesia? ¿Dónde estaba el pastor que debía guiarnos? En Estados Unidos encontré templos cerrados, comunidades difíciles de integrar, y una pastoral casi invisible. Incluso al pedir dirección espiritual por escrito, las respuestas fueron nulas o superficiales.

Ese vacío lo han llenado otros: influencers y youtubers. Muchos se presentan como guías, pero suelen estar más interesados en sí mismos, en su marca personal o en ideologías que en el Evangelio. Los protestantes, por muy distintas que sean nuestras teologías, muestran más coherencia en su misión evangelizadora: están en las calles, en las casas, en contacto vivo. La Iglesia católica, en cambio, corre el riesgo de dejar a sus hijos a merced de los algoritmos.

Yo no puedo ni quiero dejar la Iglesia. Los sacramentos me atan a Cristo por la eternidad. Pero debo decirlo con claridad: la Iglesia en Estados Unidos está demasiado ausente donde más debería estar. Y si sigue así, muchos más católicos buscarán respuestas en otro lugar, y encontrarán solo ruido, ideología y manipulación.

La solución no es compleja. Abrir los templos. Ampliar los horarios. Formar y enviar más confesores y directores espirituales. Hacer visible a los pastores. Estar presentes. El Evangelio no puede reducirse a horarios de oficina ni a la burocracia parroquial.

Yo sigo siendo católico y reafirmo mi fe en el credo y en los sacramentos. Pero grito como hijo de la Iglesia: no nos dejen solos. No abandonen el campo a los espejismos digitales ni a los impostores carismáticos. La misión pastoral de la Iglesia es caminar con su pueblo. Si no se recupera esa presencia, corremos el riesgo de perder no solo una generación, sino el alma de la misión de la Iglesia en esta tierra.


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