🇪🇸 🇬🇧
Israel Centeno
“La paz os dejo, mi paz os doy;
no os la doy como la da el mundo.
No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo.”
(Jn 14,27)

🇪🇸 Versión en español
I
Desde los orígenes de la humanidad, la violencia ha operado como principio organizador de la vida social. Lejos de ser un accidente de la historia, constituye un mecanismo estructural que articula jerarquías, cohesiona comunidades y genera sentido simbólico. Las investigaciones antropológicas, sociológicas y psicológicas —desde los estudios del mito hasta las teorías de la imitación— han mostrado que la violencia no solo destruye, sino que ordena.
El cristianismo introduce en ese orden violento una fractura decisiva. En el centro de su revelación no hay una nueva forma de violencia sagrada, sino la exposición del mecanismo que la sostenía. Cristo no perpetúa el sacrificio, lo desactiva. Por eso el Evangelio no funda una religión más entre las religiones, sino una conciencia histórica nueva: aquella que hace visible la inocencia de la víctima.
II
Las culturas arcaicas descubrieron que la violencia puede canalizarse si se concentra sobre un individuo o grupo reducido. Este fenómeno, que en la tradición judeocristiana se denomina chivo expiatorio, permitió el paso de la venganza ilimitada al sacrificio ritual.
El sacrificio sustituye el caos por un orden sostenido en la sangre del otro. El mito, en consecuencia, oculta la inocencia de la víctima para mantener la cohesión del grupo.
La teoría mimética, desarrollada por René Girard, interpreta esta dinámica en términos psicológicos y sociales: el deseo humano es esencialmente mimético, nace de la imitación del deseo del otro. La rivalidad, por tanto, es estructural. Cuando el contagio mimético se generaliza, la comunidad se precipita en la violencia; y para restablecer la unidad, designa un culpable común. El resultado es una paz aparente, siempre temporal, sostenida sobre la negación de la inocencia.
III
El acontecimiento cristiano no niega la lógica del sacrificio: la revela.
La muerte de Cristo manifiesta lo que toda cultura había encubierto: que el orden humano se construía sobre víctimas inocentes. Al aceptar libremente la pasión y al perdonar a sus verdugos, Cristo desenmascara la violencia como mentira fundante.
Por primera vez, la víctima habla —y su palabra se identifica con la Palabra divina.
De ahí que el cristianismo no consagre una nueva economía del sacrificio, sino que la trascienda: la muerte de Cristo no produce una nueva víctima, sino que acaba con la necesidad de tenerla. La cruz sustituye la repetición ritual por la memoria redentora.
IV
La paz, en este contexto, no puede definirse como mera ausencia de conflicto o equilibrio de fuerzas. Es una reconfiguración del deseo y de la pertenencia.
San Pablo formula esta verdad en términos ontológicos: “Él es nuestra paz” (Ef 2,14).
No dice “Él nos da la paz”, sino “Él es la paz”, porque su persona constituye el espacio donde la rivalidad se detiene y la comunión se hace posible.
Cristo subvierte tres estructuras que sustentan el ciclo de la violencia:
- El deseo rival. Cristo no desea en competencia, sino en comunión con el Padre. En Él, el deseo humano se reorienta hacia una fuente no rival.
- La pertenencia excluyente. La Iglesia, como corpus mysticum, reúne a los enemigos reconciliados; su identidad no se construye contra otro, sino desde la acogida.
- El poder jerárquico. La autoridad en Cristo es servicio: el que reina, lava los pies. Esta inversión simbólica desarma toda lógica de dominio.
V
La Eucaristía reinterpreta el sacrificio no como acto propiciatorio, sino como memoria del don. En lugar de destruir para unificar, comparte para reconciliar.
El altar cristiano ya no exige sangre: ofrece cuerpo y comunión.
Donde antes la comunidad se unía contra uno, ahora se une por Uno.
VI
La naturaleza humana, entendida en clave darwiniana, se orienta hacia la competencia y la jerarquía. La cultura no suprime esa tendencia; la enmascara con meritocracia, tecnología o ideología.
La gracia, sin embargo, no destruye la naturaleza, sino que la eleva: transforma la necesidad de dominar en capacidad de amar. La paz cristiana no niega la conflictividad del mundo, pero la trasciende al introducir una lógica no competitiva del bien.
La paz de Cristo, por tanto, es sobrenatural y escatológica: se consuma solo cuando la humanidad participa plenamente en la vida divina. Pero en la historia puede anticiparse como signo, como práctica eclesial de reconciliación, perdón y justicia no vengativa.
VII
Cristo es la paz porque revela la falsedad del sacrificio y sustituye la violencia por la donación.
El Evangelio no propone una técnica de convivencia, sino una metafísica del amor.
Donde antes la comunidad se fundaba sobre el cadáver de la víctima, ahora se funda sobre la comunión con el inocente resucitado.
En la medida en que la humanidad interioriza este misterio —y lo vive sacramentalmente en la Iglesia—, el ciclo de la violencia se debilita. La historia no será plenamente pacificada hasta el Reino, pero la fe permite vislumbrar ya, en medio del conflicto, la forma de la Paz encarnada.
🇬🇧 Christ as the Breaking of the Cycle of Violence: A Theological Interpretation of Peace
Israel Centeno
Gospel according to John 14:27
“Peace I leave with you; my peace I give to you.
I do not give to you as the world gives.
Do not let your hearts be troubled, and do not be afraid.”
(John 14:27, NRSV)
I
From the beginnings of humanity, violence has operated as a structural principle of social life. Far from being an accident of history, it is a mechanism that organizes hierarchies, unites communities, and produces symbolic meaning. Anthropological and psychological research—from myth studies to imitation theory—has shown that violence does not only destroy but also orders.
Christian revelation introduces a decisive fracture into this violent order. At its center lies not a new form of sacred violence but the exposure of the mechanism that sustained it. Christ does not perpetuate sacrifice; He deactivates it. Thus the Gospel does not found another religion among religions but inaugurates a new historical consciousness: one that unveils the innocence of the victim.
II
Archaic cultures discovered that violence could be contained if concentrated upon a single individual or group. This phenomenon, expressed in Judeo-Christian tradition as the scapegoat, marked the transition from unlimited vengeance to ritual sacrifice.
Sacrifice replaced chaos with order sustained by another’s blood. Myth, therefore, conceals the innocence of the victim to preserve communal cohesion.
Mimetic theory, developed by René Girard, interprets this process in psychological and social terms: human desire is essentially mimetic, born from imitating the desire of another. Rivalry is therefore structural. When mimetic contagion spreads, society descends into violence; and to restore unity, it designates a common enemy. The result is apparent peace, always temporary, built upon denied innocence.
III
The Christian event does not deny the logic of sacrifice; it reveals it.
Christ’s death exposes what every culture had concealed: that human order is founded on innocent victims. By freely accepting His passion and forgiving His persecutors, Christ unmasks violence as the foundational lie.
For the first time, the victim speaks—and His word is divine.
Hence Christianity does not consecrate a new economy of sacrifice but transcends it: the death of Christ does not create another victim but ends the need for victims altogether. The Cross replaces ritual repetition with redemptive remembrance.
IV
Peace, in this sense, cannot be defined as the mere absence of conflict or the balance of power. It is a reconfiguration of desire and belonging.
Saint Paul expresses this ontologically: “He is our peace” (Eph 2:14).
He does not say “He gives us peace” but “He is peace,” because His very person becomes the space where rivalry ceases and communion becomes possible.
Christ subverts three foundations of the violent order:
- Rival desire. Christ does not desire competitively but in communion with the Father. In Him, human desire is reoriented toward a non-rival source.
- Exclusive belonging. The Church, as corpus mysticum, gathers reconciled enemies; her identity is not built upon exclusion but upon welcome.
- Hierarchical power. Authority in Christ is service: the one who reigns washes the feet. This symbolic inversion dismantles every logic of domination.
V
The Eucharist reinterprets sacrifice not as appeasement but as memory of the gift. Instead of destroying to unify, it shares to reconcile.
The Christian altar no longer demands blood; it offers body and communion.
Where once the community united against one, now it unites through One.
VI
Human nature, understood in Darwinian terms, tends toward competition and hierarchy. Culture does not abolish this tendency; it disguises it with meritocracy, technology, or ideology.
Grace, however, does not destroy nature but elevates it: it transforms the urge to dominate into the capacity to love. Christian peace does not deny the world’s conflict but transcends it by introducing a non-competitive logic of the good.
Peace in Christ is thus supernatural and eschatological: it is consummated only when humanity fully participates in divine life. Yet it can already be anticipated in history, as a sign and ecclesial practice of reconciliation, forgiveness, and justice without vengeance.
VII
Christ is peace because He reveals the falsity of sacrifice and replaces violence with self-giving love.
The Gospel does not offer a technique of coexistence but a metaphysics of charity.
Where once the community was founded upon the corpse of the victim, now it is founded upon communion with the risen Innocent.
As humanity interiorizes this mystery—and lives it sacramentally within the Church—the cycle of violence weakens. History will not be fully pacified until the Kingdom, yet faith already allows us to glimpse, within conflict itself, the form of embodied Peace.

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