Savá

Mi mente se organiza en cuatro tipos de memoria: la del olfato, la del gusto, la de la piel, y sobre todas ellas, la memoria de la luz. Cada momento de mi vida, cada recuerdo, tiene una luz especial que lo define y donde queda guardado.

Una mañana, mientras jugaba en el patio interior de la casa, empujando un carro de hierro por la pared, la luz entraba filtrada por el techo, proyectando sombras en el suelo de cemento agrietado. El carrito vibraba bajo mis manos, y en ese instante comprendí que mi vida estaba rodeada de figuras extraordinarias, seres fantásticos y personajes reales, muy particulares.

En nuestra casa, una estructura urbana sencilla, los visitantes eran únicos. Se sentaban en el angosto corredor, donde había un picó y un viejo sofá de tres plazas. Estos personajes, que para mí eran figuras extrañas, también lo eran para todos en el barrio. Sin embargo, el resto de la familia ya se había acostumbrado a ellos, aceptando su presencia como algo normal. Uno de esos visitantes era Savá.

Nunca supe su nombre completo, solo que lo llamábamos Savá. Era un hombre flaco, con un largo cuello y una prominente nuez de Adán. Vestía un traje marrón, camisa blanca y sin corbata. En su cuello, dos hinchazones permanentes, como marcas de sarampión, le daban un aire inquietante. Le faltaban los dientes delanteros, pero conservaba unos colmillos largos y afilados. Su voz no venía de la garganta, sino de algún lugar más profundo, resonando en su caja torácica antes de convertirse en palabras.

Savá era un maestro de la guitarra. Tocaba con una técnica clásica, y Marta, quien ya tocaba el cuatro, se acercaba a él para aprender a tocar la guitarra. Siempre la veía cerca cuando Savá tocaba, fascinada por su habilidad.

Savá era un hermano, no de sangre, pero sí espiritista. Pertenecía a una escuela, no formal, sino de hermanos espiritistas, y era quien hacía las caricaturas para el periódico de mi abuelo, El Pensamiento Universal. Este panfleto mezclaba esoterismo con un anticlericalismo militante. Las caricaturas de Savá eran únicas, como aquella en la que el Papa Paulo VI aparecía como un pulpo, amasando dinero y controlando el poder global. Savá, como mi abuelo, creía que Roma era la gran ramera.

Cuando Savá no estaba tocando la guitarra o trabajando en el periódico, visitaba a mi abuela. Allí, las cosas se volvían más interesantes. Hablaba de sus luchas espirituales, de batallas en un mundo que solo él podía ver, acosado por seres extraordinarios. Uno de ellos era Chinchín Pirripichín, un nombre que nos hacía reír, pero que para él era una figura aterradora. Savá hacía pases “magneticos” con las manos sobre él mismo, resoplaba fuerte para alejar a los espíritus que lo atacaban, y a veces tomaba una espada imaginaria para rechazar a su archienemigo.

Un día, Savá llegó a la casa con su esposa, una mujer española vestida de manera formal. Vivían casados aunque en absoluto celibato. A ella la recuerdo en blanco y negro, como salida de una película de Sara García y Raphael, mientras que a Savá lo veo en colores. Ella compartía su mundo y sus batallas espirituales. Peleaban juntos contra esos archienemigos, y aunque todo esto pueda parecer extraño, era normal en nuestra casa que se hablara de esas y otras historias con matices entre lo llamativo y el delirio paranormal.

Había rumores sobre la madre de Savá. Se decía que había perdido la cordura y que, en un ataque de locura, sofocó a uno de sus hijos al enrollarlo con hilos. Este recuerdo, aunque borroso y probablemente distorsionado, permanecía en mi mente, parte de la oscura narrativa que rodeaba a la familia de Savá.

Una noche, mientras dormía junto a la cama de mi abuela, escuché a Savá contar cómo había recibido la orden de los “hermanos de luz” para atrapar a Chinchín Pirripichín en una botella y llevarlo al mar. Después de una larga batalla nocturna, lograron capturar al espíritu. Con la botella bien sellada, tomaron un autobús hacia Macuto. Al llegar, se metieron en el mar, con ropa y todo. Lo hicieron de perfil, no de frente, hasta que el agua les llegaba a los hombros. Allí, arrojaron la botella al mar, sumergiendo al diabólico Chinchín Pirripichín en las profundidades.

Savá desapareció. Nadie preguntó por él, aunque de vez en cuando lo seguimos recordando en las conversaciones familiares. Ahora, mientras escribo, vuelvo a evocar el olor del asado que preparaba mi abuela, con papas y vainitas. Nunca he vuelto a comer un asado igual, quizás porque ella nunca lo volvió a cocinar de la misma manera después de mudarnos de San Agustín. Los asados de mi infancia eran tiernos, con un sabor maravilloso, y todo esto, junto con la luz oblicua y verdosa que iluminaba el patio cuando Savá estaba presente, forma parte de esa memoria única, donde lo real y lo fantástico se entrelazan en los recuerdos evocados por la luz.


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2 responses to “Savá”

  1. Great my friend. Any new book?

    Blessings.

    Pedro

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    1. Pedro, un gran abrazo. Lo ultimo es este libro: El arreo de los vientos (Spanish Edition) https://a.co/d/ji7iBtt , el tema de los paleros y el chavismo, que pareciera ficcion, pero en verdad, uno se queda corto.

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