Las mañanas en la IV República (o, la caída de La Casa Usher)

Israel Centeno

Aún estábamos en el CENAL, ese agujero donde el desorden era la norma y la improvisación nuestro único arte. Llegábamos temprano con la ilusión de organizar la agenda del día, aunque sabíamos que el caos ganaría al final. Las conversaciones sobre política eran inevitables, pero siempre cargadas de cinismo. La amenaza de que el golpista ganara las elecciones ya no era tan descabellada, y la nueva gerencia no ocultaba su simpatía por el movimiento de la Quinta República, listos para subirse, *oportunos*, al tren.

Mientras tanto, la señora Rosa y su hijo, que antes parecían indiferentes, ahora se habían convertido en fervientes creyentes del “cambio”. Nos preparaban el café cantando las canciones de Alí Primera, convencidos de que la historia, por fin, les sonreiría. A nosotros ni nos importaba convencerlos de lo contrario. ¿Para qué? Más fácil dejarlos en su nube de ilusiones mientras nosotros seguíamos enredados en nuestras propias fantasías, mucho más útiles y entretenidas: las historias de H.P. Lovecraft. En aquel entonces, queríamos formar una hermandad de Cthulhu, porque si el país ya iba en picada, lo mejor era acelerar el proceso y disfrutar del espectáculo.

Pero, al final, todo nos parecía temporal, un sarampión político que se iría como cualquier fiebre pasajera. La calma siempre volvía. Mientras tanto, nosotros explorábamos la estética del terror y cómo se manifestaba en el paisaje urbano. Lo hacíamos alrededor de la cafetera, nuestro altar diario, con el café bien cargado y dos paquetitos de azúcar, casi melaza. Allí nos reuníamos todos: el profesor, el Flaco, el Loco, el Muñequito de Torta.

Las conversaciones eran de otro mundo: una mezcla de conspiraciones, literatura oscura, y las interminables historias de conquistas del Muñequito y el Flaco, quienes se autoproclamaban Don Juanes. A diario nos deleitaban con su catálogo de mujeres, mientras fantaseaban con unirse a algo más progresista y revolucionario. Nosotros, con la ironía a flor de piel, les recordábamos que sus “camaradas revolucionarias” probablemente llevaban bigotes y piernas peludas. Pero eso no los desanimaba, porque su idea de revolución siempre iba de la mano con la conveniencia y la fantasía.

Y así pasaban los días, mientras el país se desmoronaba a nuestro alrededor. Nos reuníamos tres o cuatro veces antes del almuerzo, siempre frente a la cafetera, antes de ir al sindicato a comer. El país podía caerse a pedazos, pero nosotros, con nuestro cafecito, seguíamos riendo y conspirando como si tuviéramos todo el tiempo del mundo.

Hoy, aquel círculo de amantes de Lovecraft, que en ese entonces quería convocar a Cthulhu, se ha convertido en un círculo clandestino, uno que hace vida en el exilio, donde seguimos soñando con las mismas historias, pero ahora desde lejos, viendo cómo el país sigue desmoronándose sin la necesidad de ningún monstruo.


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One response to “”

  1. Nunca se hace demasiado hincapié en la terrible decisión de pasar de ser protagonista de la tragedia (queriendo impedirá) a (resignarse a) ser cronista.

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