Y Entonces Vino Fidel y Dijo ‘Hágase la Mierda’… Y Chávez la Hizo”
Israel Centeno

Todo se veía jodidamente borroso, como si el sol intentara borrar los restos de mierda de la noche anterior. Ahí estaba yo, plantado como siempre, sudando bajo el maldito traje que nunca me quedaba bien. El comandante, firme como una estatua, con esa energía de burro joven que lo hacía sentir dueño de la historia, y yo… yo quieto, sudando por la espalda, pegajoso, con la corbata apretada como una cuerda en el cuello. El sol subía sobre las torres de Caracas, sobre el Palacio de Miraflores, y a mí me importaba un carajo si los árboles eran acacias, apamates o lo que fuera. Nunca fui de árboles. Lo único que me jodía era el mármol, todo tan limpio, tan perfecto, mientras yo sentía las nalgas enmierdadas, incómodo, como si algo no encajara, mientras los héroes de bronce me miraban. Ahí estaban, los cabrones de siempre, esas figuras patrióticas, esos ángeles de piedra, como si fueran testigos de algo grande. Qué cursilería tan gruesa, como la peor balada de Silvio.
Pero a él lo veía claro. Siempre lo veía claro. Como si todo se estuviera escribiendo con su nombre, rodeado de los mismos dinosaurios de siempre. Miquilena, Rangel, Lara… tipos que sabían nadar en la política sucia, pero yo también sabía. No me lo enseñaron en discursos, ni en las reuniones aburridas del Aula Magna. Yo lo aprendí en La Habana, en la escuela de cuadros Lenin, donde te preparan para embarrarte las manos y hacer que las cosas sigan rodando. Ahí no te hablan de poesía revolucionaria, no, ahí te enseñan a construir mierda y llamarla redención. Porque esa es la política: coges a la gente, la metes en un hueco, la sacas, y luego les haces creer que has hecho un milagro.
Y luego estaba la Flaca Felicia, en esas tardes calcinadas de La Habana, cuando resistíamos con El Caballo, mientras los demás ya ni querían resistir. Felicia era jinetera, espía, lo que fuera necesario para seguir con la obra maestra de Fidel. Cogíamos en habitaciones donde el sudor olía a tabaco negro y ron barato, y entre el hambre y la urgencia, ella me decía que ahí, en esa sordidez, es donde uno se hace hombre. No con las canciones de Silvio, eso es para los pendejos. En las sábanas sucias y la política asquerosa, donde todo lo que tocas se te queda pegajoso. Ahí es donde construyes revoluciones, en la confusión de no saber si lo que estás haciendo es salvar o joder al mundo. Las baladas, al final, se vuelven vómito.
Ahí, en Miraflores, me sentía fuera de lugar. El traje caro me raspaba la piel, la corbata me estrangulaba, y las nalgas… joder, sentía las nalgas enmierdadas, como si algo no encajara. Todo me apretaba. El sudor mezclado con perfume barato no tapaba el olor a plomo que me rodeaba. Pero esto es lo que hay, me dije. Nada heroico. Aguantar y resistir, porque en política el que no aguanta, no llega. Sabía que él me miraría, a mí, no a los otros. Porque al final del día, cuando las cosas se ponían feas, ¿quién estaba siempre ahí? Yo. Siempre yo.
Él me llamaría. Siempre lo hacía. Sabía que podía contar conmigo. Desde el primer día, yo era el tipo que mantenía el engranaje en marcha, que tenía a los loquitos del PPT en fila, que alineaba al aparato de Fidel en Caracas sin hacer ruido, y todo eso mientras los viejos carcamales seguían con sus juegos de mierda. Sabía que tarde o temprano se pegarían un tiro o se largarían. Pero yo, no. Yo seguía, porque había aprendido a manejar el aparato sin que nadie lo notara.
Y sin embargo, entre todo ese mármol reluciente, entre tanto bronce y tanta grandeza de opereta, me sentía pequeño. Pero sabía que era necesario. Mientras los otros llenaban el aire con promesas, yo sostenía la estructura, asegurándome de que la máquina no se detuviera. Todo lo que necesitaba era ese pequeño gesto, una inclinación del mentón, un murmullo entre dientes. Con eso bastaba para saber que estaba en su radar, que contaba conmigo.
El comandante, en medio de la multitud, repartiendo abrazos y promesas. Y yo, con las piernas pegajosas, el sudor bajando por mi espalda, las nalgas enmierdadas, pero aguantando. Porque él sabía que yo estaba ahí. Sabía que siempre lo había estado.

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