
Israel Centeno
En la vasta y polifónica narrativa bíblica —tan rica en genealogías como en epifanías— hay un tema que emerge una y otra vez con la fuerza de un hilo dorado que entrelaza lo humano y lo divino: la maternidad como milagro. No como función natural, sino como intervención sagrada. Como ese momento en que Dios trastoca las leyes del cuerpo para escribir en la carne una promesa.
Sara, Rebeca, Raquel. Tres nombres, tres historias, tres vientres resecos que conocieron la larga pedagogía de la espera. En la Biblia, la esterilidad no es solo una condición médica: es un símbolo. Representa la ausencia de futuro, el silencio del linaje, la sensación de haber sido olvidada por Dios. Pero es, también, el lugar privilegiado donde lo eterno decide irrumpir.
Sara, en su vejez, ríe cuando escucha que será madre. Su risa no es alegre, sino sarcástica, como quien ya no espera nada. Pero Dios la desarma. Isaac nace de su incredulidad vencida, como una flor que desafía al invierno. En él se cumple la primera gran promesa: un pueblo, una descendencia.
Rebeca, esposa de Isaac, también espera. Dos décadas de súplica silenciosa antes de que su vientre se agite con los gemelos Esaú y Jacob, dos hermanos que se disputarán la primogenitura y la bendición como si el favor divino pudiera medirse en gramos de carne o segundos de nacimiento.
Raquel, la mujer preferida de Jacob, vive a la sombra fértil de su hermana Lía. Ella, la amada, es estéril. “Dame hijos o me muero”, le dice a su esposo. Es la súplica de muchas, entonces y ahora. Su oración, como las otras, no cae en el vacío. Da a luz a José, el soñador, y luego a Benjamín. Y muere en el parto, como si su cuerpo hubiera sido sólo la antesala de algo más grande.
Pero no son las únicas.
También está la esposa de Manoaj, anónima, sin nombre propio, como tantas mujeres de las Escrituras. Su esterilidad no impide que un ángel se le aparezca y le anuncie un hijo: Sansón. El mismo ángel que le da instrucciones estrictas: no beber vino, no comer nada impuro, no cortarle el cabello. Su hijo será un nazareo.
Esa palabra —nazareo— merece detenernos. No es simplemente un consagrado. Es alguien separado para Dios desde el vientre. Alguien que no le pertenece ni a su familia ni al mundo. Alguien marcado por una misión que a menudo ni comprende.
Sansón, con todos sus excesos, encarna esa paradoja. Fuerza sobrehumana, deseo indomable, destino trágico. Su vida parece una batalla entre lo que fue llamado a ser y lo que eligió ser. Pero su existencia comienza como todas las otras: en un vientre imposible, tocado por la promesa.
También Samuel, hijo de Ana, nace de la oración y la entrega. Y luego Juan el Bautista, anunciado a Zacarías y a Isabel —otra mujer estéril— como voz que clama en el desierto.
Hay un patrón, una lógica sagrada que se repite: Dios elige a las mujeres que no pueden. Y a los hijos que nacen de ellas los aparta para sí.
Y entonces aparece María.
No es estéril, pero es virgen. No ha sido tocada por varón, pero ha sido habitada por la Palabra. Su cuerpo es el templo de una lógica que no obedece a la carne. Su sí —ese “hágase en mí según tu palabra”— no es el de una mujer pasiva, sino el de una aliada del misterio.
El ángel Gabriel le anuncia un hijo y le da una señal: “Tu prima Isabel, la estéril, también está en cinta”. Dos mujeres. Dos vientres que no deberían concebir. Dos formas de lo imposible que se abren como flores bajo el mismo sol.
Y entonces entendemos: en el corazón de la Biblia, la fecundidad es siempre signo de gracia. Lo que nace del Espíritu no se mide en términos genéticos, sino en términos de misión.
Jesús será llamado el Nazareno, no solo porque vivió en Nazaret, sino porque pertenece a esa genealogía de los separados para Dios. Como Sansón, como Samuel, como Juan. Pero su consagración no nace del voto de una madre, sino del designio eterno. Su fuerza no está en el cabello ni en la voz profética, sino en la obediencia perfecta, en la entrega radical.
Aquí comienza la fe del Nuevo Testamento. Una fe que no se basa en la vista, ni en el linaje, ni en la lógica. Una fe que se atreve a decir, como María, “hágase”. Que se fía más de la promesa que del pronóstico. Que cree en la resurrección no porque la entienda, sino porque ha oído la voz del que llama a Lázaro desde el sepulcro. Una fe que ya no necesita que el vientre sea fértil, sino que el corazón esté abierto. Porque ahora, todo el que cree puede engendrar vida eterna.
En Cristo, la maternidad se universaliza. El creyente es madre. La Iglesia es madre. Cada uno de nosotros puede ser María, si deja que el Verbo se haga carne en su interior. Ya no se trata solo de esperar un hijo, sino de engendrar frutos del Espíritu: amor, paciencia, paz, misericordia.
Y hoy, que tantas veces confundimos producir con fecundar, y confundirnos con dispersarnos, tal vez lo esencial sea preguntarnos qué estamos dispuestos a albergar. Qué espacio interior —secreto, inútil para el mundo— estamos dejando libre para algo que no viene de nosotros.
Porque tal vez no se trate de tener grandes visiones, sino de ser pequeños Nazarets.
De permitir que lo inesperado eche raíz.
Y que, como en los días antiguos, vuelva a suceder lo imposible.

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